Los siguientes testimonios cuentan la cotidianidad de algunas personas que habitan la ciudad de Popayán, son el resultado de llevar la mirada hacia donde nadie quiere ver, para así, encontrar historias inimaginadas.
Por: Keka Guzmán
El Nuevo Liberal
Rubén, el sonriente
“Me llamo Rubén Darío Meneses Meneses, tengo 86 años y una vida por delante. Cuando era un joven apuesto vivía en Nariño, allá me dedicaba al comercio. Después de un tiempo me vine con toda mi familia a Popayán, eso fue en el año 1954. A partir de esa fecha mi vida se sumergió en la música, me enamoré de ella porque conocí una escuela musical en la ciudad que me abrió las puertas para aprender.
Ingresé un 12 de diciembre al Orfeón Popular Obrero de Popayán, una institución musical enfocada en la clase trabajadora, en el pueblo. Ahí le daban acogida a todas las personas que querían aprender música, no importaba su religión, su raza, su sexo, nada. Me acogieron a mí, que, sin tener dinero, ni clase, ni apellido, llegué un lunes con ganas de devorarme todas esas partituras. Empecé a educarme gratis y a entender el difícil lenguaje musical.
Para mí la música es lo más importante de mi vida, me ayuda a pasar los ratos libres, me alegra, me da vida. Cuando cojo la guitarra y me pongo a cantar me siento completo. Es mi compañera, está conmigo en los días y en las noches, es hermosa, es mágica.
Ya han pasado más de 50 años desde que conocí el amor. La institución se convirtió en mi casa, en mi hogar, en ella he adquirido la enseñanza teórica y práctica de la música. Me ha hecho valer, el Orfeón me ha dado un valor. Aunque soy una persona de clase baja, me he educado musicalmente y en esto me quedaré toda la vida”.
Por siempre mis abuelos
“Pensar en mis abuelos es recordar mi niñez. De joven fui un poco loco, me gustaba pintar y me gustaba tomar. En la casa había una lora y siempre que yo llegaba empezaba a gritar: ‘Olmedo borracho, Olmedo borracho’.
Mis viejitos eran increíbles, todo lo que ellos hacían y tenían era para mí. Primero se fue mi abuelo, acostado en su cama fue cerrando sus ojos y nunca más los abrió. A los 6 o 7 años fue el turno de mi abuela, ese día la senté en mis piernas y su corazón dejó de latir. Cuando murieron me dio muy duro, me arrepentí de muchas cosas, pero ya nada podía hacer.
Hace 19 años me dio trombosis alcohólica, el doctor me había advertido que no podía tomar tanto y por no hacer caso tengo todo mi lado derecho del cuerpo inmóvil, por suerte puedo caminar, aunque a veces se me olvidan las cosas.
Ahora, dediqué mi vida a caminar por toda la ciudad, dejé de pintar, dejé de tomar. La gente piensa que la vida me cambió después de la trombosis, pero no es así, mi vida sigue igual, sigo en las mismas. Lo único que sí es diferente es que ya no camino solo, mis abuelos vienen conmigo todos los días”.
Olmedo Guzmán Guzmán, caminante
Recuerdos de Doña Elvia
“Yo soy de la Vega Cauca, allá trabajé sembrando café y coca, también limpiando caña y plátano.
Yo era casada, mi marido se murió mocito, le dio un paro cardíaco y se murió de repente. Quedé con mis siete hijos, pero ninguno viene a asomarse. Me vine para acá porque quedé solita allá en la Vega, no podía hacer nada, ni buscar para comer. Me tocó venirme.
Hace como dos años vivo aquí con Herlinda mi hija y mis seis nietos. Cuatro varones y dos mujeres. Lo que Dios hace, todo está bien hecho.
Voy a entrar a los 100 años, ya no puedo hacer nada, ni trabajar, estoy perdiendo la vista y así es más difícil. Tengo dos bastones, este pequeño para andar por aquí y el otro que es más grande para cuando me sacan muy rara vez a pasear. Solo le pido a Dios que se acuerde de mí”.
Doña María Elvia, habitante del asentamiento la Fortaleza, al suroccidente de Popayán.
Muralismo comunitario
“Hay varias cosas de mi vida que me hicieron llegar hasta el muralismo. Una fue el festival “Sobre Fondo Blanco” que se hace acá en Popayán, porque fue mi primera experiencia con el muralismo. Ya más personal, creo que hay familiares por parte de mi mamá que se han interesado por el tema.
Cuando estaba en el colegio casi no me gustaba pintar porque según mis criterios no lo hacía bien, eso es algo que pasa a menudo, a veces no se cree en lo que se hace. A mí me preocupaba mucho la parte técnica, sin embargo, dibujaba como un pasatiempo.
Cuando salí del colegio tenía pocas posibilidades y más viniendo de una zona rural. Una era irme para el ejército, la otra era quedarme en el pueblo sembrando coca o entrar a estudiar. Para ese tiempo la profesora Anyela Muñoz, nos impulsó para que nos presentáramos a la universidad. Entré a Diseño Gráfico, pero hubo un momento donde dije: Diseño no es para mí, necesito estudiar lo que yo hago. Entonces me retiré, y casualmente comencé a viajar con el muralismo. De ahí me presenté a Artes Plásticas y pasé.
A mí me interesa mucho el muralismo comunitario porque vengo del campo. En las comunidades indígenas, campesinas y afros valoran mucho este trabajo porque en cada mural se manejan temas que aportan a la comunidad y a los mismos muralistas como experiencia.
Dentro de los murales que tengo hay uno que está en Inzá, se llama La Milagrosa, y fue un mural que a los profesores de la escuela no les gustó porque pintaron los niños. Los trazos, esos garabatos que hacían los niños no les parecían bonitos o no les interesaban, pero nosotros mirábamos tanta información valiosa en ellos. Eso fue muy chévere.
Yo pienso que el arte lo vuelve muy sensible a uno, porque se tiene en cuenta el contexto, y lo lleva a preguntarse ¿Qué es que uno está pintando? ¿Por qué lo está pintando? ¿Para qué lo está pintando? Es que al inicio uno pinta sin saber, pero luego se da cuenta que la calle no es de nadie, que la calle es de todos”.