Por: Andrés José Vivas Segura
E
l cielo que cubre el territorio de Popayán ha sido objeto de elucubración e inspiración desde antaño para los poetas, quienes se han maravillado durante siglos con el sentimiento, sobrecogedor y profundo, de observar los diferentes meteoros que suceden entre la tierra y la cúpula celeste que nos muestran nuestros ojos y nuestra pequeñez: las nubes, las estrellas fugaces, el arco iris, y muchos más. Nuestros juglares han dedicado extensas líneas a los ocasos de coloraciones rufas, de nubes enrevesadas, cuya belleza hace asomar a los venados en las vertientes empinadas, y a las pavas aletear rumbo a su nido, en los grandes árboles de las laderas andinas. También se han referido a las estrellas y a la Luna que, al asomarse, parece encender el fuego del volcán Puracé y las extintas calderas de Cargachiquillo y Malvasá, mientras la Tierra gira vertiginosamente hacia el Oriente, y la Luna parece levantarse orgullosa sobre el altiplano, iluminando la senda a los caminantes en su regreso a la vereda.
Entre ellos se encuentra Ricardo León Rodríguez Arce cuando exclamó “Cielo de Popayán / en cuyas noches / la luna y las estrellas / brillan más… / y en cuyo cerco / de infinitas lindes / los seres y las cosas / ven su faz.” También está Gloria Cepeda Vargas cuando dijo “Estrella clara y dulce como rumor de cuna, / tú la pura, la triste, la de mi soledad, / solitaria viajera vecina de la luna / que siendo tan pequeña, eres eternidad”; O José Ignacio Bustamante, con “Llena de ti la tarde, / tiene una dulce y clara / diafanidad de ausencia. / en tus ojos se abisman, / lejanas, las estrellas.”
Pero no sólo los poetas le han dedicado sus versos al cielo, sino que la historia propia del suroccidente de Colombia ha estado marcada por el efecto de los meteoros; más específicamente, de los meteoros astronómicos. Al igual que en todas las culturas prehispánicas, nuestros ancestros indígenas estudiaron minuciosamente el movimiento de los cuerpos celestes, cuyos ciclos regían los tiempos de la lluvia, la siembra, la cosecha, la sequía, y la cultura de sus pueblos. Cerca de Villa de Leyva aún existe el antiguo observatorio astronómico de Monquirá, con sus enormes gnómones fálicos que escandalizaron a los pudorosos castellanos, y que representaban los milenarios conocimientos astronómicos del pueblo Muisca sobre momento del alba y el ocaso, la Luna y los planetas, además de algunas constelaciones y fenómenos especiales como el paso de cometas. Las estribaciones de la cordillera central, que colindan con el centro histórico de Popayán y continúan por afiladas cumbres hasta las tierras más altas, tuvieron diversos escenarios de observación y adoración astronómica, como debió serlo El Morro, cuya forma original y terrazas ceremoniales fueron explanadas y modeladas desde la primera mitad del siglo XX. Allí seguramente acudieron los pueblos de entonces, para celebrar hermosos y desconocidos ritos ancestrales en honor al cosmos.
Muchos de los conocimientos y prácticas culturales indígenas fueron considerados como paganos por las sociedades dominantes en la Conquista y la Colonia, casi hasta desaparecer, de manera que la mayoría de la información con que hoy contamos sobre la arqueoastronomía de nuestro territorio, proviene de los pocos monumentos de este tipo que sobrevivieron a su destrucción, en nombre de la supremacía de la religión y la civilización que profesaban y promovían los conquistadores. En Popayán, una vez los españoles dominaron parcialmente el territorio y sus habitantes originales, las gentes de Belalcázar realizaron el trazado de la plaza central, con las manzanas circunvecinas y sus calles, para ser repartidos entre los diversos conquistadores que hubieran participado en la invasión. Este trazado se encuentra parcialmente alineado con los puntos cardinales. Es probable que, para lograrlo, se hubiera elaborado un enorme poste con el tronco de un árbol recto, ubicado en alguno de los vértices de la hoy Plaza de Caldas, para ser usado como gnomon que demarcara el camino del Sol para guiar la geometría cuadricular resultante. Fue este quizás el primer vestigio de uso de la astronomía por parte de los castellanos en Popayán, para resolver un problema práctico de la vida real. Lo medí recientemente con mi brújula y encontré que las paredes de Popayán presentan una desviación de aprox. 23° hacia el Sur, cerca de donde se encontraba el punto de salida del Sol para los días de su fundación, en enero de 1537.
Durante la Colonia, Popayán se convirtió en un lugar para la formación de las almas en la religión católica, con la llegada de múltiples congregaciones religiosas a la ciudad, cuyo clima y suelos eran propicios (según las creencias de la época) para el fomento de las virtudes y los asuntos del espíritu. La observación de los cielos no fue notable durante un largo período; sin embargo, ya terminando el siglo XVIII, el movimiento ilustrado floreció en América, justo en la calle de La Pamba, con Francisco José de Caldas (1768-1816) y sus amigos de formación en el antiguo Real Colegio Seminario regentado por la Compañía de Jesús, donde recibieron las extraordinarias enseñanzas del joven maestro José Félix de Restrepo (1760-1832), inspirador de parte de la generación que ideó y ejecutó la independencia.
El joven Caldas se nutrió de manera autodidacta con los pocos libros sobre ciencias que encontró en la ciudad, entre ellos, el tratado de astronomía de Lalande y otros, que le llevaron por la senda de la observación y la investigación. Caldas compró, o fabricó personalmente, los instrumentos que requería para la realización de observaciones astronómicas, con las que midió la altitud de las montañas, trazó latitudes y longitudes, y organizó mapas que luego consultaría el mismísimo Humboldt a su paso por nuestras tierras, otorgando al nuevo mundo un lugar en la geografía del globo, conforme a los cánones académicos y científicos de las universidades europeas.
Y es que don Francisco José comprendió la importancia geoestratégica para la realización de observaciones por estar situado en esta ciudad, a menos de 2° y medio de latitud Norte, en un lugar que le permitía ver casi todas las estrellas del firmamento a lo largo del año, y hacer seguimiento a los eclipses de los satélites galileanos en Júpiter, a las ocultaciones de planetas por la Luna, o a los sucesivos eclipses de Sol y de Luna, con un viejo telescopio y otros adminículos para la toma de datos, en el patio de su casa, en el edificio del Observatorio en Santafé, o en los diferentes lugares donde vivió, con la admiración que le acompañó por los fenómenos de la naturaleza, y por esa extraña capacidad humana para comprender a través de la ciencia, la maravilla de la creación.
En el siglo XX, la modernización de las ciudades llevó la iluminación eléctrica pública a las calles por doquier, con el ánimo de contribuir a la visibilidad y a la seguridad de los espacios públicos que, de otra forma, permanecerían en la total oscuridad. Así, las generaciones de las últimas seis lo siete décadas, se han visto privadas del espectáculo nocturno de los cielos estrellados, con merma en el conocimiento del espacio profundo y de la posición de la especie humana en el universo, en el cosmos. Por ello, debemos cuidar de nuestro espacio estratosférico de la contaminación lumínica, que ocurre cuando enviamos energía lumínica al espacio, donde opaca las estrellas, dificulta su observación, y ni qué decir del costo de la energía desperdiciada.
Por fortuna en Popayán existen diversos grupos interesados en la divulgación de la astronomía, quienes aprovechan las ventajas de sus cielos con miras a actividades tan variadas como el aprendizaje académico, la divulgación científica o el turismo astronómico. Les invito a observar -esta noche- al gigante gaseoso Júpiter alguna de estas noches, después del atardecer, sobre el horizonte oriental, que nos acompaña con la eterna danza de sus lunas.