Andrés José Vivas Segura
Popayán es un lugar particular en su arquitectura y configuración urbana, que surge en la historia de forma dispersa en el altiplano, habitada por nuestros mayores y mayoras indígenas desde hace miles de años, quienes otorgaron significado y profundo valor a los territorios a través de su rica cultura, casi desconocida hoy, con la construcción de caminos, viviendas, estancias, tambos y centros ceremoniales. Al llegar los españoles con su avasallante empresa conquistadora, trazaron una cuadrícula al modelo en un trazado en damero, como un tablero de damas, una cuadrícula, con una plaza central que serviría de punto de encuentro para la creciente población. En esta cuadrícula repartieron los lotes conforme con la participación de cada conquistador en las cruentas batallas, destinando lugares especiales para las autoridades civiles, militares y eclesiásticas. El costado sur de la plaza se destinó para la construcción de la catedral, justo al centro de la cuadra y, años más tarde, se inicia la construcción de una torre en su esquina occidental, que hoy conocemos como “La Torre del reloj”.
El maestro Valencia, quien otorgó a la Torre el sobrenombre de “nariz de Popayán” narra que, para su construcción, intervinieron albañiles provenientes de otras ciudades, bajo el auspicio del Obispo español Don Cristóbal Bernardo de Quirós, quien se había trasladado desde el Obispado de Chiapa en Guatemala para asumir el mandato que el Rey de España le había encomendado en tierras payanesas, y que asumió a partir del año 1672. La Torre estaba comunicada por la Catedral a través de una galería y una puerta ancha, la cual fue reformada con la historia, y actualmente tiene unas dimensiones más reducidas que las originales. Si bien el estado de las finanzas eclesiásticas no era el mejor, Don Cristóbal se embarcó en este proyecto que requirió de 96.000 ladrillos, emulando el modelo de las torres españolas e italianas construidas entre los siglos XII y XV. Este emprendimiento fue catalogado por el propio Valencia como “arrogante”, ante la desproporción del gasto.
En cierta ocasión, un amigo del maestro le contó que en un taller de forja contiguo a la catedral había una roca grande, con inscripciones casi ilegibles, que estaba siendo usada como yunque. Esta noticia causó curiosidad en Valencia, quien le buscó, halló y rescató de su destrucción. Se trataba de la antigua losa sepulcral del Obispo de Quirós, desenterrada después de siglos tras la nivelación del suelo de la antigua catedral, pues las altas dignidades de la Iglesia y de la sociedad de entonces eran usualmente sepultadas bajo los altares, en mausoleos familiares o en el piso de los templos. Valencia se dio a la tarea de descifrar el mensaje en ella inscripto y encontró el siguiente texto: “El Indigno Obispo Don Cristóbal Bernardo de Quirós gobernaba en Popayán. Ruega una oración y una misa a la Madre de Misericordia – Año de 1684.” Mediante Decreto, el Consejo de Popayán, en marzo de 1999 ordenó que esta roca fue ubicada en el frontispicio de la Torre, testigo del paso del tiempo, como homenaje póstumo al extinto prelado, que fuera el artífice de la Torre.
En 1736 ocurre un nefasto terremoto que dejó a la ciudad maltrecha y la Torre perdió la cúpula que se ubicaba en su parte superior, por lo que fue reparada y añadido el remate superior que actualmente conserva, con su techo piramidal de cuatro vertientes. Los payaneses de entonces tomaron la decisión de importar un magnífico reloj de factura inglesa y ponerlo en su tercio superior, para que los ciudadanos pudiesen tener una noción de la medición del tiempo, como un reloj público, al igual que otras torres del viejo continente, y antes de las épocas de la fabricación del reloj mecánico personal. Según Diego Castrillón, historiador de Popayán, el reloj fue traído por “los señores Tobar”. Su instalación se dio un año después, en 1737, y desde entonces le conocemos como La Torre del Reloj.
Antes del reloj el tiempo diario se medía de acuerdo con la posición del sol, lo cual indicaba con cierta precisión el momento del alba, el mediodía y el ocaso que, en Popayán, no presentan grandes variaciones a lo largo del año, y marcan en promedio 12 horas de exposición a la luz solar, si bien en diciembre los días se hacen ligeramente más largos y en junio se hacen respectivamente más cortos. El reloj público objetivizaba el tiempo y orientaba con mayor exactitud las actividades de la ciudadanía las actividades de tipo eclesiástico, civil o militar, como una manifestación de la modernidad. Seguramente Caldas, años más adelante, se inspiró en este interesante mecanismo de relojería para sus posteriores aportes académicos relacionados con la sincronicidad en la rotación de los satélites de júpiter como método para la medición del tiempo. Unas 25 generaciones patojas han aprendido a leer la hora en su constante girar.
El reloj de la Torre cuenta con una fuerte armazón dado que fue fabricado con hierro forjado y ruedas de latón, que fueron materiales comúnmente utilizados para la fabricación de este tipo de mecanismos en Inglaterra, en el siglo XVIII. El círculo de las horas era de color negro, pero en la última mitad del siglo XIX fue pintado de blanco por el médico payanés José Ignacio Delgado (1838-1912). De acuerdo con G.C. MCKay, presidente en 1999 de AHS Turret Clock Group, en la Sociedad Relojera de Anticuarios, resulta extraño y poco común para el tiempo de fabricación que sólo cuente con un solo puntero o manecilla; sin embargo, algunos relojeros siguieron haciéndolos hasta ya entrado el siglo XX. En Inglaterra existen más de 700 relojes ubicados en torres para prestar este importante servicio público.
Años después, en el fragor de las guerras de nuestra Independencia, el General Antonio Nariño cambió los pesos originales de plomo para usarlos en la fabricación de munición para la Campaña del Sur, entre 1813 y 1814, contra los ejércitos realistas. En su lugar se ubicaron rocas en compensación del peso, como reguladores, como lo narra de manera emocionante el prócer José María Espinosa Prieto (1796-1883) en su libro “Memorias de un Abanderado”. A más de 250 años de su instalación en la Torre, en 1998 se reunieron diversos representantes de la institucionalidad civil y eclesiástica, para formalizar la intención de adelantar la reparación del reloj, aunando esfuerzos, capital y gestión, pues llevaba ya décadas sin funcionar. Así el mecanismo fue enviado a la empresa Gillet & Jhonston, el cual tuvo que ser asegurado por un valor de $110.739.200 de la época.
La reparación del reloj tuvo un costo de £4.000 (libras esterlinas, que equivalían a aproximadamente 17 millones de pesos en ese momento), en una empresa que recibió aportes de la Compañía La Previsora S.A. y Friesland de Colombia S.A. Para su traslado, el Ministerio de Cultura autorizó la salida del país por un término de tres meses, que se ampliaron en cinco, de manera adicional. La Arquidiócesis de Popayán autorizó los trámites de restauración y realizó el minucioso inventario, desmonte y entrega de piezas, junto a la Alcaldía de Popayán. Esta última hizo los trámites relativos al embalaje para envío y devolución, así como el procedimiento de reubicación en la Torre, cuya proeza se logró 16 años después del infame terremoto de 1983.
Desde antaño, varios autores se han referido al hecho de que, al tener una única manecilla que marca las horas, el reloj de la Torre es responsable de que los minutos resulten “desdeñables” para los payaneses, y hasta el maestro Valencia lo expresa con su prosa singular, de la siguiente manera: “Por un gracioso y significativo alarde, el reloj solo marca las horas y omite señalar minutos, fracción que tan a gusto aprendimos a desperdiciar como si fuesen ripios del bloque de los años, únicos que parecen interesarnos un poco.”
Excelente historia de un símbolo de la ciudad de Popayán, muchas gracias por su enseñanza. Un abrazo