El jardín de los sueños perdidos

En el barrio Bello Horizonte de la ciudad de Popayán se encuentra el Parque Memorial “Esperanza de Vida”, una iniciativa de 25 mujeres víctimas del conflicto armado. Este proyecto trabaja en pro de la reparación de mujeres que tuvieron que abandonar sus hogares y encontraron en la ciudad blanca una nueva oportunidad de vivir. Aquí, un acercamiento a los caminos recorridos.

Por: Keka Guzmán

El Nuevo Liberal

Sentarse en la silla de siempre la hace pensar a recordar. Y, vaya, qué difícil es ese ejercicio de retroceder en el tiempo y que los recuerdos terminen sacudiéndola. Hace varios días que no hablaba de esto con nadie, no le gusta regresar al pasado y traer al presente todo ese dolor que la consume, que la agota; pero es inevitable, siempre lo será, es una especie de fantasma que seguirá sus pasos a donde quiera que vaya. Con el tiempo ha logrado aprender a vivir con ciertos dolores que resultan narcóticos para el corazón. Una lágrima por la mejilla, un suspiro acompasado, un paso indeleble, un cielo cargado de tormenta, unos sonidos que poco a poco estallan en la cabeza, unas imágenes, un abrazo, un grito, un disparo, un silencio.

Tan frecuente que era escuchar a la madrugada una descarga de truenos infinitos que no provenían del cielo. Tan común que se había vuelto ver por entre las rendijas juegos pirotécnicos que nadie disfrutaba. Tan desesperante era tener que acostarse y levantarse cada día con un poco menos de esperanza. Sentarse en la mitad de la casa y mirar cada una de las cosas que la conforman se había convertido en su ejercicio favorito. Sonreír por todo el esfuerzo que la había hecho ser merecedora de una paz familiar que con los días se fortalecía. Imaginarse y recordarse años atrás, en un lugar que ahora es desconocido, pero sabiendo que su regreso es, será y fue definitivo.

Humedal en el Parque Memorial.

Pasaba el tiempo y todo seguía igual. De nada servía mirar el reloj. De nada servía esconderse bajo la cama si entre el piso de madera lograba ver cómo preparan la próxima función. Su casa se había convertido en un lugar de encuentro y protección para aquellos que hacían estallar el mundo sin razón alguna. Tenerlos cerca, lograr ver sus manos sucias era la peor sensación de impotencia que ella podía sentir. No había para dónde correr. Estaba en su hogar, pero se sentía tan desprotegida que las lágrimas y el miedo nunca desaparecían.

Marcharse. Marcharse. Marcharse. No. No podía, no era justo. El futuro. Los sueños. El jardín. Poco a poco todo se iba consumiendo, las flores se iban marchitando, el sol iba desapareciendo, las sonrisas se iban extinguiendo y, las personas, resultaba difícil decirlo. Pero sí. Las personas ya no estaban, o bueno, sí; apiladas en los caminos de regreso a casa, sin vida. Caminar así no era caminar. Ella sentía que el mundo pasaba por encima de sus cabellos y nada podía hacer. No era justo verlos gritar, verlos llorar, ver cómo sus vidas se acababan en menos de un segundo.

La casa era de madera y bahareque. Estaba susceptible a cualquier daño, desprotegida y viviendo en medio de la muerte. Pero ella seguía, aunque caminara muy de mañana y se encontrara con su realidad: caminos llenos de dolor, desprotección, llantos, gritos, pirotecnia.

Cada día eran menos personas y más los gritos de dolor. Poco a poco la gente iba desapareciendo sin razón y más que miedo era impotencia lo que sentía. Por eso, volvía y se sentaba en la mitad de su sala, daba vueltas y vueltas para contemplar todo lo material como representación de esfuerzo, sudor y lágrimas. Seguir ahí era sinónimo de morir. De continuar escuchando día y noche cómo los amigos y sus hijos pequeños se iban lejos de este mundo. Continuar era peligro. Permanecer daba la opción de que ella y su familia fueran los próximos.

Marcharse. Marcharse. Marcharse. Los hijos. Los recuerdos. Los amigos. El parque. Las risas. Las cosas. La casa.

Llena de apegos, de lágrimas, de dolor e impotencia emprendió su nuevo viaje. Salir le fue tan difícil como llegar. Dejar atrás todo era empezar con las manos vacías, de cero, como cuando llegó a ese lugar del que tuvo que salir. Pero sus hijos eran su poder, su fuerza.

Salieron a las tres de la mañana, con pocas cosas, no todo se lo podían llevar. Su esposo se había sentado en la mesa del comedor y sus ojos transmitían el dolor de dejar todo aquello que consiguieron con tanto esfuerzo. Sólo lloraba, pero era quedarse y morir o marcharse y salvar sus vidas. Dejaron todo en ese lugar. Emprendieron un nuevo camino. Llegaron a un nuevo espacio, del que también una vez se despidieron. Hacía mucho sol, el día parecía contento, como una señal de esperanza. Pero ella sentía tanto dolor, tanta nostalgia, tanta rabia, que el sol no le fue suficiente para aliviarse. De nuevo lágrimas, miles y miles de lágrimas que representaban dolor, sufrimiento e injusticia.

Y así fueron pasando los días, los meses y los años. Se enfermó, tal vez por aquel dolor, pero así emprendió un proyecto, vinculó a muchas mujeres que, como ella, por salvar a sus familias lo dejaron todo para empezar de cero, sin nada. Decía y repetía con frecuencia que no sufrió pérdidas humanas, pero que muchas mujeres han sufrido y han perdido a sus seres queridos, sin encontrarlos nunca. Entonces empezó con un nuevo plan, parecía que esta vez el sol sí era esperanza y fuerza para ella.

Una mañana comenzó con un proceso psicosocial y de ese proceso surgió una iniciativa de memoria, representando en el Parque Memorial Esperanza de Vida. Quiso traer todo aquello que dejó como una forma de reivindicar todos esos dolores y sufrimientos que la hicieron crecer. Con fortaleza y dedicación se las ingenió para que muchas personas conocieran este espacio y para sentirse más aliviada de todo ese pasado que, aunque llega, ya no duele tanto.

Muchas mujeres, en una mañana, por varios días y semanas, trabajaron duro. Con palas, pinturas, madera. Bajo el sol y la lluvia, comenzaron la construcción y adecuación de un parque. En él, empezaron a sentirse representadas, cada color que imprimían en ese lugar contenía mucho significado para aquel pasado y aquellos caminos que empezaron a recorrer después de tener que dejar sus hogares. Se reían, lloraban, se abrazaban, se sentían felices.

El jardín de los sueños perdidos significa todos los jardines de sus casas que no se pudieron traer hasta la ciudad, es como reivindicar un poco todo aquello. En el humedal, entre tanto cavar y adecuar, encontraron un yacimiento de agua. El agua es parte de la vida, ese yacimiento de agua nace de una escuela, aunque llueva o no llueva nunca se seca, siempre está allí, ese humedal son esas mujeres, que a pesar de que la guerra les arrebató muchas cosas, no les arrebató la vida. Están aquí y han sobrevivido. El agua del humedal es la vida que la guerra no les arrebató.

Cada planta, cada flor es traer ese lugar desde donde se marcharon. Los caminos hacen que recuerden todo lo que emprendieron para llegar hasta aquí. Los colores de las pinturas que iban usando, eran y son sinónimo de Colombia, el amarillo, el azul, el rojo. El rojo representa a todas las víctimas del conflicto armado y toda la sangre que se ha derramado, el azul que es la fuerza, el valor, la resistencia ante tanto dolor, y el verde es el color más bonito, el de la esperanza, mientras hay vida, hay esperanza. El violeta es parte del dolor y simboliza a todos aquellos que se fueron. Las bancas se realizaron como el descanso, sentir el descanso de la guerra, de no estar con zozobra.

Todo cambió. Pasaron los años y después de tanta tragedia, llegó la luz, la esperanza. Dejó de sentarse en la mitad de su sala, para sentarse en una banca de madera que ella misma construyó, rodeada de flores, de agua, de pasto, de colores, de objetos que representan y manejan metáforas con su vida. Pasó de la intranquilidad, a la tranquilidad de una vida digna. Salir de casa y caminar representa, ahora, la felicidad. Llega al parque, toma un poco de aire y camina entre las piedras para recordar y sentirse viva. Da unos pasos más y pasa sus dedos por el agua. La vida le cambió. Ella es una mujer, una mujer abrazadora de la paz. Ella es Ruth Sarita Bastidas, que dejó de caminar entre la guerra, para querer caminar entre la paz. Para empezar a reconstruir esa historia.

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