MIGUEL ANTONIO VELASCO CUEVAS
Eran así los años, duros, azarosos, lentos y largos, pero con finales bulliciosos y festivos. Durante la celebración una colonia de pellares alborotaba la noche, al tiempo que los perros, sin causa conocida, correteaban por los alrededores de la iglesia. Después, en vuelo raudo, nocturnas golondrinas surcaban el espacio al momento de la elevación.
Franciscanos y capuchinos; diferenciados para mí tan sólo por las barbas; desde el púlpito aclaraban que la paz es una experiencia personal, una vivencia íntima, un luminoso instante de equilibrio espiritual, una pausa fugaz entre feroces contrincantes milenarios.
Al primer descuido de mis padres, con las mangas del saco anudadas a la cintura, me escapaba por entre la absorta feligresía. Afuera los músicos afinaban sus metálicos instrumentos, el viejo polvorero amarraba las mechas inferiores del castillo, y en un rincón sesteaba la infaltable vacaloca que intimidaba a cualquiera con romas astas empapadas en petróleo, y sus profundas cuencas aterradoramente oscuras. Sobre el áspero lomo tapizado con papel de sacos de cemento se encarrilaban diversos artefactos pirotécnicos, explosivos unos, luminosos otros, que después alegraban la fiesta y ensordecían al portador.
Adultos y mozalbetes se turnaban para simular la tienta y embestir con el embeleco a quienes procuraban arrancarle la cola llameante. Dos, tres estallidos pavorosos, una catarata chispeante, silbatos, triquitraques y sacaniguas, el ¡ole! de la multitud, vaca, portador y tentadores en el polvero, jolgorio general. Cambio de tercio.
La banda de vientos atronaba en el atrio con los acordes del “Barrilito cervecero”. Ráfagas sucesivas, disparadas desde el castillo, destellaban en la bóveda celeste con instantáneas profusiones de color, maravillados los asistentes gritaban y aplaudían.
En los andenes, bajo estrechos aleros se apretujaban las gentes, mientras tanto el aguardiente aclaraba gargantas y disipaba tristezas. Extinguidos los fuegos comenzaba el regreso a casa. Con las luces del alba los músicos recorrían la calle central y era seguro que alguna pareja ebria bailara al contagioso son del “Dos negro”, “Burundanga” o “El negrito del batey”. Por los pendientes canjilones aledaños se desbarrancaban los borrachos, y en los umbrales pueblerinos amanecía el reguero de botellas escurridas.
A la misa de gallo nadie faltaba. El pueblo entero estaba allí para celebrar la paz de la navidad, para compartir entre amigos, para desearse las felices pascuas en alegre barullo de contertulios extraños y conocidos.
Al vaivén incontenible de certeros abrazos y de besos furtivos, entre dulces libaciones de oportos y moscateles, con candelazos de ron y riflazos de anís, germinaban amoríos, florecían duraderos compromisos, y se sellaban armonías entre fatales contendientes.
Después aparecieron nuevos ritos y prosperaron otros usos. Fundadores de pueblos, hostigados, asediados y compelidos por hordas ilegalmente armadas, empacaron sus bártulos y los echaron a rodar en trenes que se fueron por trochas sin regreso.
Hoy quedan impostores que se arropan con las prendas de la paz, y pretenden festejos cuyas claves desconocen, ignoran que la paz es la perfecta serenidad del alma, y que se lleva impresa en los ocultos recintos del corazón.
Año feliz para quienes descubran la paz de la conciencia.
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