¿Qué ocurre con el programa?

MIGUEL CERÓN HURTADO

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Lo que hemos visto en los últimos días es un desfile de precandidatos que andan, la mayoría, lagarteándose el aval para convertirse en candidatos. En su periplo, conversan, o se toman un café como dicen ellos, para ver cómo se arman las componendas y los negociados que, también ellos, llaman “acuerdos programáticos” y que son negocios para definir cómo se reparten el botín burocrático y los recursos públicos. Eso es normal, pues es la particularidad del régimen político, que en nuestro medio se llama Régimen Democrático. Así que no hay motivo para alarmarse, mientras la cultura política del país posea el bajo nivel que hoy tiene.

El tema principal del proceso electoral es el candidato, o sea el personaje, a quien los contrincantes le husmean su pasado hasta de la época escolar, porque, según la cultura política colombiana, el factor que determina la calidad de la gestión pública y el modelo administrativo del Estado, son los antecedentes de la persona que aspira a ocupar el cargo de gobernante. La teoría y los paradigmas de gestión pública lo mismo que las normas jurídicas que la sustentan, se van para la basura.

Sin embargo existen, tanto la ley como la teoría, que rigen la operación del Estado y definen los términos para que dicho organismo cumpla con su misión, de responder a las expectativas de la comunidad en materia de solución de problemas y satisfacción de necesidades. Pero eso al régimen democrático no le importa. Lo que prima son los avales y las alianzas entre las microempresas electorales, para recopilar el volumen de votos necesario para el triunfo.

Hoy está vigente la Ley 131 de 1994, la cual en su Artículo 3° dice que “Los candidatos a ser elegidos popularmente como gobernadores y alcaldes deberán someter a consideración ciudadana un programa de gobierno, que hará parte integral de la inscripción ante las autoridades electorales respectivas” y en el Artículo 1° establece que “los ciudadanos que votan para elegir gobernadores y alcaldes, imponen como mandato al elegido el cumplimiento del programa de gobierno que haya presentado como parte integral en la inscripción de su candidatura”, de lo cual se deduce el espíritu de la norma, que otorga un peso muy significativo al programa y al valor derivado del triunfo entre los que disputan la elección, en razón a que es el elector primario quien lo impone.




Pero lo que vemos en campaña es que el significado del programa, que debería ser el centro de la discusión y el eje de la campaña, pasa a segundo lugar, porque pesa más el aval, el carisma del candidato y sobre todo, como ellos mismos dicen, “el que tiene la plata”, porque la misma cultura política de marras, ha hecho encarecer tanto el costo de las campañas, que el factor determinante no es la calidad humana, la formación académica, la experiencia administrativa o las competencias gerenciales del aspirante, sino “el que tenga la plata”.

De todas maneras, quedan todavía algunas semanas hasta finales de octubre, para ver cuáles son los programas que ofrecen los aspirantes, los cuales se espera que sean consecuentes y pertinentes con la realidad territorial, que responsan a los problemas y necesidades de las comunidades, pero ante todo que sean viables dentro de la competencias de la entidad territorial, en el plazo del período de gobierno y bajo los determinantes de los recursos disponibles.

Por supuesto, también se espera que sean soportados con un paquete doctrinario que, a pesar de la existencia de un Estado y un gobierno nacional neoliberales, permita aliviar en algo las dificultades de las clases populares y contribuya al mejoramiento de las condiciones de vida, aunque sea dentro de los alcances y limitaciones que al gobierno territorial se le permite, por lo cual seguiremos formulando el interrogante a los candidatos sobre ¿qué ocurre con el programa?