Para Víctor Paz Otero, Popayán es una ciudad edificada a imagen y semejanza de su soberbia.
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Por: José Ramón Burgos Mosquera
“Allá en Popayán todos los héroes tenían la misma estatura, entre ellos no se creían las fatuas leyendas que se iban tejiendo en los costureros de las matronas para glorificar y mitificar las hazañas equívocas de sus vástagos……Ninguno se sentía inferior o menos héroe que el otro. Todos tenían lazos entre sí, morboso pozo de incesto y de pecado……Había como un tácito acuerdo entre todos ellos para lavar la ropa sucia en casa…entre ellos se podían decir de todo, a los demás nada…se honor payanés los hacía invulnerables y los convertía en una especie de hermandad caballeresca y romántica que les concedía perfiles perfectamente diferenciados del resto de los colombianos. Pero entre ellos eran impíos y demoledores, iconoclastas genéticos y temperamentales que no soportaban ninguna otra grandeza que no fuera la propia. Se habían acostumbrado a mirar al resto del país como habitado por seres inferiores, como por seres desclasados, como por turbios mestizos sin aristocracia en la sangre ni en el espíritu. Los bogotanos eran según su estereotipo, hipócritas de chaleco, tartufos de salón con alma de empleados y y sicología de meretrices. Los pastusos, seres primitivos, violentos y sucios. Los de Antioquia seres bastos, ignorantes y con ánimo de lucro. Los costeños híbridos de esclavo con burra. Los de Cali, peones de sus haciendas, gentes para recibir órdenes y látigo. Solo ellos encarnaban el orgullo soberbio de la sangre, la sensibilidad agresiva de la inteligencia, el refinamiento de los modales y del espíritu…”[1]
Así, con una prosa diamantina que desliza con la frescura de una hoja seca movida por el aura tibia de su solar nativo Víctor Paz Otero desnuda sus recuerdos y se hace cómplice del atávico rescoldo de resentimiento que anida en el subconsciente del pueblo caucano, salpicando aquí y allá de anécdotas chispeantes su libro para leer al anochecer en clima frio. Las historias del bisabuelo dejan un sabor montañero de aguardiente y hojas de eucalipto…
- ”Cuando se es viejo, no se tienen ideales sino remordimientos…Era liberal porque ser liberal se acomodaba más con el ritmo anárquico e instintivo de su espíritu…”
- La india lo miraba desde la profundidad de una caricia que no sabía decir su nombre…
- Quiso ensayar con ellos el olvido, pero el olvido era una herida insoportable a sus años y entonces se entregó a la melancolía y la melancolía empezó el lento destrozo de su ser [2]
La obra escrita a un ritmo de vals vienés tiene una factura impecable que la salva del sabor panfletario, mordaz e incisivo que irremediablemente destilan los pensamientos del abuelo, por ejemplo, quien admiraba a los artesanos, “muy al contrario de esos señoritos tartufos y maricones de Popayán, cuya gloria les llegaba por los turbios caminos de la herencia”.
Con José Hilario López el bisabuelo aprendió:
- • “a sentir desconfianza por esos aristócratas que bailaban el minué con alpargatas, por esa raza de leguleyos perfumados que habían hecho de la intriga el único instrumento de su prestigio”.
Para este payanés contestatario e irreverente, Julio Arboleda:
- “era un soldado fatuo y sin fortuna, con ínfulas de poeta épico, uno de esos señoritos perfumados sin talento ninguno, cuyo prestigio residía únicamente en su fortuna de terrateniente esclavista”.
Guillermo Valencia:
- “Poeta malandrín y de oropel que les hizo creer con sus vacías y plagiadas sinfonías de falsa grandeza, que la ciudad era de mármoles épicos, claros de lumbre y coronas, de muros invictos y de prósperos hierros”.
Y así, los popayanejos terminan:
- “…viviendo encerrados en un tiempo sin substancia y sin materia. Tiempo mítico de una ensoñación muerta. Tiempo fantasmal y torturante del recuerdo y la nostalgia…Parecían vivir hechizados de irrealidad…burócratas oscuros e intrigantes, mendigos de abolengo, sumisos secretarios de salón y de corbata”
Afortunadamente en Popayán confluyen las contradicciones como el agua a la mar. Otro de sus connotados panegiristas busca restañar las heridas del pasado y las laceraciones del presente. En su documentada biografía del Gran General Tomás Cipriano de Mosquera, Diego Castrillón Arboleda, no cuenta la historia del personaje. ¡Nada de eso! Como buen popayanejo el escritor se mete en la vida misma de alcoba del endemoniado expresidente, como cuando acerca de uno de los hijos:
- “…Aníbal, concebido el 23 de junio de 1823 y nació el 5 de abril de 1824…”[3]
La obra que demandó a su autor un colosal esfuerzo recopilador y analítico de más de diez años, mantiene un permanente compromiso indubitable por descifrar los inimaginables laberintos de la genealogía popayaneja, y así por obra y gracia de una nueva concepción de la historia, los personajes accesorios cobran a veces más importancia que el historiado general.
Las páginas del delicioso mamotreto sirven para hurgar sin contemplaciones ni sonrojos en las cartas del inagotable epistolario: sus primeras cartas de amor, sus constantes infidelidades, las cartas de las amantes, las cartas a los amigos y fundamentalmente las cartas en que los chismes de los correveidiles de la época se convertían en graves problemas de Estado. El registro de las Partidas de Bautismo de los “naturales” de Mosquera, los enlaces matrimoniales, las rencillas familiares tienen de pronto en la obra una importancia más local que nacional y de pronto un tufillo más de chisme familiar que trascendencia real. Anécdotas y episodios de familia, ocultas razones de rencores centenarios entre familias de rancio abolengo son resucitadas, razones desconocidas de parentescos y mayorazgos son mostradas ininterrumpidamente con una prolijidad inmarcesible en las cuales se le va recordando al país de dónde es que provienen las estirpes:
- “…Mas tarde Doña Catalina Ruiz de Quijano (novia de Santander de Quilichao desairada por Mosquera), hermana del prócer José María Quijano contrajo matrimonio con Don Antonio de Valencia y Valencia. Fueron abuelos del maestro Guillermo Valencia”[4]
Para Víctor Paz Otero:
- “Obando es un payanés trágico y contradictorio que fraguó en Berruecos el asesinato del Mariscal de Ayacucho”.
Para Diego Castrillón Arboleda:
- “Obando es un Prometeo encadenado al doloroso estigma de un origen hidalgo desconocido, audaz, valiente, recursivo, dueño de una portentosa imaginación que superaba con creces a todos los enemigos de una generación que le impedía coronar sus sienes de gloria”
Para uno: “la ciudad fue edificada a imagen y semejanza de su soberbia”, mientras que para el otro “como una gesta producto de una raza plena de grandeza”. El primero convierte a sus paisanos en “calculadores del riesgo, analistas fríos del más y del menos de sus actos, sabían mover con rigor y precisión minuciosa las fichas de ese ajedrez atormentado en el que todos estaban comprometidos” y el segundo revive la voluntad indoblegable de superación de los primeros tiempos, “la mezcla positiva de aristócratas progresistas: la de los celos por el mayorazgo, de los que buscaron liberarse asumiendo una actitud de indiferencia por la dinastía (suprimiendo hasta el nombre de Cristóbal de su santoral), despreciando a sus primos Mosquera los de Don Cristóbal el quinto con el calificativo de “rumbos” o incultos, siguiendo por la línea de los enlaces matrimoniales con sus acaudaladas primas Arboleda (las herederas de Don Francisco) e impulsando los negocios por todos los frentes permitidos a los de su clase por aquellos tiempos”.
En el sub fondo de todo este barullo quedan dos deliciosas obras que nos ponen a resguardo contra la calígine de espanto que circula en los desiertos del poder, donde se cree que el Viejo Cauca dejó de pensar.
( Tomado de FELIZ DOMINGO del Diario OCCIDENTE de Cali, abril 16 de 1995)