Hernán del C. Bonilla Herrera –
“Diálogo de la vida con las mujeres. El hombre, mostrando la exigua felicidad acordada; ellas, lo exiguo de esa felicidad”
A.B.C., Hombres y mujeres
He llevado siempre una pistola enfundada en su sobaquera; me acostumbré a ello desde el secuestro y posterior asesinato de mi padre, ocurrido hace ya quince años. Compañera inseparable de doce tiros.
No soy un criminal, menos aún un asesino. Tampoco estoy loco, ni lo que os contaré lo he soñado. Me llamo Roberto Balaguer Santok; de mi apellido paterno heredé el carácter amigable y discreto, del de mi madre la pasión por la aventura y la rectitud en el andar. Educado, como fui, por jesuitas que me enseñaron la pulcritud intelectual como faro que ilumina el camino de la vida, soy amigo de la música, de las mariposas y de las bibliotecas, más que de las mujeres. Nacido en algún lugar de este país, tengo 54 años y gozo de las bondades que me brinda ser gerente regional de la Compañía. De mi salud puedo decir, que salvo el tamaño_ algo agrandado_ de mi próstata, todo está bien.
Con todo y mi formación soy, desde temprana edad un apasionado del fútbol y así como reviento a morir de la emoción cuando el Real Madrid deja por el suelo a sus rivales, me deshago en la depresión más profunda cuando es el Millonarios –o la Selección de Colombia– quien pierde la partida. Y esas derrotas y esos triunfos suelen ser mayores si tenemos en cuenta que soy un apostador compulsivo; un ludópata con una próstata algo grande y una pistola del tamaño de mi deleite por las apuestas y por el fútbol: son mis mayores grandezas y fueron mi mayor desgracia.
Un oscuro y muy extraño enceguecimiento suele invadir mi conciencia cuando por alguna circunstancia no puedo disfrutar de un partido por la televisión; es cuando mi próstata parece agrandarse, con lo que me adentro en dificultades para escuchar la música de mis riñones o la evacuación de mis aromáticos orines, que es lo mismo. Pienso y digo que nadie es tan perfecto, tan acabado, en este mundo, como para que viva bastante lejos de las pasiones más primigenias que aún hoy persiguen a la especie humana.
No sabría explicar con claridad el homicidio que cometí en la persona de quien fuera mi segunda esposa. Pese a ello, tal vez el anterior párrafo brinde alguna luz al respecto, si tenemos en cuenta que las aristas primigenias del ser humano no han sido abandonadas por completo y la razón suele ser sometida a su gusto por el corazón, ese corazón que nos delata con su angustia o su alegría cuando el equipo amado pierde o gana en la cancha.
Esa tarde, un 20 de julio del año de la Santa Isabel, afuera, en la calle –y, pese a que eran cerca de las cinco y cuarto de la tarde–, el desfile militar en conmemoración del “Grito de Independencia” no terminaba de recorrer las calles; la Banda de Guerra marcaba el paso de los soldados, sus bombos y trompetas aturdían mis oídos y afligían mis problemas prostáticos. Pero, por sobre todo, lo que me arrastraba hasta el disgusto era ese estruendo que opacaba el sonido del televisor y distraía mi atención del partido que en ese momento disputaban el Albiceleste y el América de Cali.
El primer tiempo lo vi en “El Capitolio”, una agradable taberna del barrio, por donde pasaba con alguna frecuencia entre amigos y rondas de cerveza, aguardiente y ron. Yo tomaba tragos de whiskey, mi licor preferido. Al término de la primera etapa el marcador no variaba y entonces –“por esas cosas raras de la vida”, como dice la canción– decidí abandonar furtivamente la taberna para, botella en mano, tomar un taxi que me llevara hasta mi apartamento, en los Altos del Limonar. Llegué a él, y pese a la protesta de mi segunda esposa, tomé posesión del control del televisor para cambiar de canal. Ya, recostado en la matrimonial cama, veía el partido; mientras ella, rondaba por la cocina sin rumbo fijo de un traste a otro, sin parar un solo instante. En las alturas de los 40 minutos del segundo tiempo, el marcador se mantenía empatado y la apuesta que hice por el triunfo del equipo amado había sido importante, bastante importante; buscaba aliviar mi angustia_ como suele y debe ser entre colombianos_ con esos tragos, que no dejaban de ser amargos y, sin duda también, encontraba un particular sosiego en el sentir la badana de la cartuchera en el costado izquierdo de mi pecho, debajo de la axila; esa pistola, siempre cargada y siempre, con su peso, garante permanente de mi seguridad.
Medio trago más y no pasa un minuto cuando me vi obligado a abandonar mi puesto para saltar a toda prisa en procura de llegar a tiempo al amplio cuarto de baño que quedaba al fondo de la habitación y evacuar el fluido de mis riñones (o intentar hacerlo, diría mejor). Mi indignación nació y parecía abrir las puertas de la tragedia que se cernía, porque al mismo tiempo el desfile militar pasaba en la calle; la Banda de guerra, el paso militar de los soldados, los bombos y las trompetas, las botas de la Patria dando contra el piso de cemento afligían mis problemas prostáticos. Mi orina se negaba a hacer su paso por la uretra hacia la taza del sanitario y solamente esforzadas goticas de ella hacían su aparición milagrosa de segundo en segundo. Toda una eternidad entre una y otra gota.
El sonido del televisor poco a poco pasó de la luz a la penumbra y de ésta a la oscuridad. Encerrado, como estaba, a solas con mi próstata, la Banda y sus instrumentos terminaron por ocultar el sonido del televisor e impidieron, por supuesto, que hasta mis oídos llegara el Goooooool de no sé cuál de los dos equipos. Al regresar, con alguna dificultad a la habitación, la vi a ella con el control del televisor en sus manos. Jugaba con él, cambiando de uno a otro canal. Entonces, desenfundé la pistola, apreté el gatillo y descargué nueve de sus tiros sobre el cuerpo de mi segunda y amada esposa.