Las pequeñas cosas

Gustavo Adolfo Constaín Ruales – 

Cuando era niño tenía un peculiar cariño por mis juguetes. Bueno, no tan peculiar, pues todos los niños adoran sus juguetes. Los míos, en su mayoría, eran soldaditos de plástico, tanques y jeeps. También estaba mi entrañable colección de cómics de Batman, Tarzán y de más héroes de papel de todas las épocas. Con mi “Estralandia” -que es el “Lego” colombiano- hacía maquetas de grandes batallas. Me imaginaba el desembarco de Normandía y la retirada de Dunkerque por parte de los aliados. Recreaba la campaña del África norte enfrentando a dos grandes mariscales de campo: Bernard Law Montgomery, británico, y el “Zorro del desierto” el alemán Johannes Erwin Eugen Rommel, todo ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Esas pequeñas cosas eran mi mundo, y siempre me preguntaba a quién legaría ese “tesoro” apenas creciera.  

En  la TV en blanco y negro de esa época se mostraban series como “Combate”, que yo veía con mi padre, quien además había adquirido una inmensa enciclopedia donde se mostraban las batallas, los uniformes y demás temas de la Gran Guerra. 

Cuando ya era mayor, una de mis sobrinas tenía en su cuarto un Mickey Mouse de peluche del tamaño de mi mano, ya muy estropeado, al cual mi padre bautizó “Chistosito”. Mi hermana, como toda buena madre, decidió que ya era hora de botarlo, pero yo le pedí que me lo regalara. Lo  colocaba en la cabecera de mi cama de soltero y las novias que tuve siempre cedían a la tentación de botármelo porque pensaban que era un recuerdo de algún antiguo amor: nunca se creyeron la historia de mi sobrina. Con el tiempo se dañó más y mi esposa, al ver el cariño que le tenía, lo arregló, lo cosió y lo dejó como nuevo. Hoy, “Chistosito” es para mí como un calmante cuando estoy enfermo y  se encuentra con los de su especie en el cuarto de juguetes de mis hijos.

Los versos de Juan Manuel Serrat en la canción “Aquellas pequeñas cosas” dicen: “uno se cree que los mato el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta, son aquellas pequeñas cosas (…)”. Y termina la canción, que es entrañable para mí, igual a un epitafio, como una plegaria:“(…) nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve”. Bella canción, profundos versos de este gran catalán que ama su patria, pero se opuso a su independencia, porque hubiera significado la destrucción de la Unión Europea y el resurgimiento del nacionalismo fanático. 

Con el tiempo me di cuenta de que las personas guardan cosas con verdadera devoción: una camisa, un afiche, un cómic, una película, una foto, una piedra, un poema. Aquellas pequeñas cosas que hacen que la vida sea vivible.

No me refiero a que las cosas reemplacen a los que amamos y admiramos, pero las cosas nos quedan -aún los recuerdos- cuando ellos están ausentes.

Las cosas que atesoramos, al igual que los momentos, pueden ser algo bueno, trágico, cómico, melancólico, quizá un regalo de un amor imposible, pero, en su momento, nos ayudaron a seguir en el camino, igual a la vida misma, que se hace paso a paso, abrazo por abrazo, lágrima por lágrima, adiós por adiós, hola por hola, mirada por mirada, silencio por silencio, alegría por alegría. Así sucede en la continua e inacabada construcción de nuestras almas.