«¡La paciencia, Li, es la madre de todo gran logro!», exclama el maestro Yu con gran énfasis a su discípulo ─parece cantarlo más que decirlo─. La perlada1 frente del joven Li da testimonio de la enorme dificultad que exige aquella singular prueba, por cierto, impuesta por el maestro. Suaves y afilados dedos disponen con lentitud, con suma pericia cada una de las fichas ─una tras otra─; la suavidad amarilla del marfil está siendo acariciada en cada movimiento; las rectangulares piezas del viejo dominó van siendo encaramadas ─una sobre otra─, y poco a poco va edificándose el gran propósito, va tomando forma el singular proyecto ante los absortos ojos del maestro Yu, por demás, maravillados ante este buen intento de replicar el Templo del cielo2.
«¡La paciencia, Li, es la madre de todo gran logro!», ha vuelto a repetir el viejo y sabio maestro Yu, mientras tira sutil y cadenciosamente de la templada seda del hermoso guqin3 que tiene ante sí. Entonces, una preciosa y amarilla música oriental proclama poderosamente por cada rincón del aposento: «¡Estamos en la China milenaria e imperial!». Li asiente con un movimiento apenas perceptible en la perfecta redondez de su pequeña cabeza.
«¡La paciencia, Li, es la madre de todo gran logro!», reitera el maestro Yu, esta vez con un hilillo de voz semejante a un quejido mientras continúa rasgando el antiguo instrumento musical, ahora imprime más velocidad a su ejecución. Simultáneamente, una considerable bocanada de aire es incorporada con cierta intensidad por cada fosa nasal del aprendiz, inflando el pequeño pecho y un parpadeo casi copioso pero detenido se posa en los bellos ojos del joven. Entre maestro y discípulo se tiende entonces un hilo trasparente, algo elástico, algo tenso, y tal vez pendido de mirada a mirada. Parece que algo logró incrustarse como un advertido sobresalto en la tranquilidad del ejercicio. Li dirige su mirada a Yu y éste devuelve el gesto, tiene lugar entonces una instantánea pausa y cesa también la música por apenas un par de segundos. Li torna a la concentración de su ejercicio y decide acometer los últimos movimientos para terminar de ejecutar su dificultosa pero apreciable labor.
Cuando por cuarta vez el maestro Yu repite en tono fuerte ─grita─ aquella consigna, que ahora nuestro cerebro inevitablemente repite en silencio, y que unánimemente, tanto para nosotros como para el joven aprendiz adquiere la mala tesitura de una cantinela, de una inoportuna perorata, una bulla intrusa hasta el punto de ser desconcertante, el joven Li se queda quieto, petrificado, cual esfinge de tieso jade. Posterior a una breve pausa tiene lugar un movimiento brusco de su cabeza, fruto de un repentino espasmo de los músculos del cuello, gira su pequeño cráneo en dirección del maestro Yu con brusquedad y en el acto rompe toda calma y silencia abruptamente al guqin con su música, a la vez que apaga ese amarillo ─la séptima cuerda del guqin también se rompe─. Vocifera entonces con ira lo siguiente, ─grita─: «¡Cállate ya, maestro Yu». El alarido, que también retumba en nuestros oídos, altera toda calma, y cuando ya tan solo faltaba una pieza para coronar aquella sagrada estructura, acaece con inevitable estruendo un efecto dominó que con precipitud no deja una sola pieza erguida.
El maestro Yu mira agudamente al pequeño Li. Luego de exhibir una sonrisa oblicua4 en su enjuto rostro, que además descubre levemente el amarillo esmaltado de sus pequeños y filosos dientes, el sabio Yu repite entonces por última vez ─ahora con cadencioso tono e infinita calma─: «La paciencia, Li, es la madre de todo gran logro».
1 Que tiene los reflejos brillantes característicos de las perlas.
2 Es el mayor templo de su clase en toda la República Popular de China.
3 Antiguo instrumento chino de siete cuerdas de seda.
4 Que está en una posición media entre la vertical y la horizontal.