Un inolvidable encuentro con el poeta colombiano.
E
Por: Jorge Eliecer Pardo.
ntramos al café Togoima casi corriendo porque el poeta ya estaba en la mesa. Avancé hasta su silla y él, al vernos, trató de levantarse, apoyado en su bastón de madera caoba. Le pedí que no lo hiciera, pero no me atendió. Nos abrazamos como rescatando tiempos idos. Sentí su cuerpo frágil, delgado, pegado a sus ropas.
—¡Qué hay por ese Tolima, por Ibagué, y cuéntame de nuestro amigo José Antonio Vergel! Él me llevó varias veces a la capital musical.
La respuesta quedó en el aire, en el olor a café recién hecho que salía desde las máquinas de expreso.
—El poeta Vergel se nos fue hace más de un año —le dije despacio.
Se bajó la mascarilla azulosa.
—Cómo así… todos se están muriendo.
El escritor Gustavo Tatis Guerra también lo abrazó al igual que el culto y simpático narrador y periodista Juan Camilo Rincón perteneciente al bello proyecto cultural Libros y Letras del ya legendario Jorge Consuegra. Juan Camilo tenía un evento en la feria y tuvo que retirarse llevándose la envidia por nosotros al quedarnos al lado del poeta.
Giovanni tomaba un café negro, grande, y abandonó la mascarilla. Lo vi como en los lejanos años ochenta en las tiendas junto a la Universidad Javeriana, libando una cerveza y un ron. La cadencia de su voz seguía impecable y su conversación llena de sabiduría.
El causante de esa casi imposible reunión fue el joven y talentoso poeta Leonel Plazas Mendieta y, la hebra secreta, su libro “El olor del polvo”. Por supuesto que a Quessep lo invitaron a Popayán Ciudad Libro, pero se negó. Nos hacía el privilegio de venir a tomar un café con nosotros.
—El primero en leer este libro —y lo puso Leonel sobre la mesa— fue el poeta Giovanni y el causante de la publicación, el escritor Jorge Eliécer Pardo, en Pijao.
Tatis recibió el poemario y prometió no sólo leerlo sino hacer una nota para su página cultural en Cartagena.
José Dueñas, el periodista cultural de la radio se presentó con su voz de locutor.
—Querido poeta, ¿puedo tomar fotos? —le solicité.
—¿Hombre, claro! —me respondió.
Hice muchas, de sus manos, de su cara de niño y viejo sabio, de su risa y sus ironías.
Queríamos preguntarle tantas cosas, si tenía textos inéditos, un libro quizá, pero él jugando con las palabras nos dijo que ya había publicado más de trece y eran suficientes. Tatis lo enfrentó.
—¿El poeta puede vivir de la poesía?
Se quedó mirándolo por unos segundos.
—El poeta vive para la poesía.
Y ahí se abrió un grifo de anécdotas, referencias a sus amigos, a Borges, a Dante, a Petrarca, a La Divina Comedia, Las mil y una noches, a Italia y sus orígenes.
—Hay que visitar San Onofre, la tierra del poeta —dijo Leonel.
—No, hombre, no vayan por allá, no hay nada que ver, yo me salí de San Onofre hace años —y volvió a reír agregando—: No olviden que aquí soy Honoriscauca —y volvió a reír como en una pilatuna.
Todos le hicimos la fiesta, estábamos en medio del encantamiento.
—Estoy de acuerdo con una lista que hizo un amigo sobre la poesía colombiana —dijo y empezó a señalar con los dedos la mesa—: Silva, Porfirio, De Greiff, Arturo…
Saltamos para agregar a uno de los poetas vivos más grandes de Colombia: Giovanni Quessep.
Una nueva tanda de cafés llenó la mesa. Le pregunté por la historia de amor de Dante con Beatrice. Nos embrujó con una larga reflexión sobre el amor y la poesía. Al hacer un silencio en su explicación lo increpé:
—Usted ha sido un gran seductor.
—No, hombre, eso siempre se lo dejé a Charry Lara y a García Mafla.
Y soltó la risa señalándome con el índice.
La tertulia se tornó seria cuando quiso recitar en italiano.
—¿Puedo grabar?
—Sí.
Se acercaba el momento del nuevo adiós. Entonces le pregunté:
—Poeta qué piensas de la muerte?
Tranquilo, me puso las dos manos casi en la cara y recitó unos versos:
La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,
polvo en la urna, y rota ya la urna,
polvo en la ceguedad del aquilón!
—¿Quién escribió estos versos? —nos interrogó como profesor. Ninguno se atrevió a decir nada.
—Son de Barba… y me dice, qué es la muerte. Y no olviden brindar por mi el 31 de diciembre a las doce de la noche, el momento en que nací, en el año treinta y nueve.
Nos levantamos para despedirnos. Él también lo hizo. No permitió que pagáramos los cafés, nosotros éramos sus invitados. Salimos a buscar el taxi. Un nuevo abrazo selló el compromiso de vernos otra vez. “Y saludos al Tolima, tierra que quiero mucho”.
Sacó la mano por la ventanilla del taxi. Tatis Guerra y yo nos quedamos viendo el vuelo armonioso de un pájaro eternamente vivo. Y caminamos hacia el hotel, en silencio.