Elegía a Edgar Bustamante Delgado

Por: María Isabel Hoyos Bustamante

C

ierro los ojos tratando de ayudarle a mi mente a coordinar sus ideas, pero no lo logro. Los recuerdos se agolpan en ella sin ninguna lógica ni secuencia. Se superponen las imágenes: mis abuelos, mis tíos, el barrio Modelo, mi niñez, Popayán y todo lo que esto ha significado para mí a través del tiempo. Confirmo una vez más que el ser humano es una creación perfecta; que indudablemente proviene de alguien superior, capaz de modelar esa perfección a su imagen y semejanza. ¡Y no se le escapó un detalle! Es por esa razón que el alzhéimer puede convertir en átomos nuestras vivencias recientes, pero por mucho tiempo no logra hacer daño a las más antiguas: el cerebro con la ayuda del consciente y del inconsciente se aferra y lucha por defender los recuerdos del pasado, los de nuestros primeros años, ¡los mejores de nuestra vida!

Los recuerdo a los 3 y el rol que desempeñó cada uno en mi vida y en mi formación. Hugo era quien dictaba las normas; me enseñó valores como la lealtad, la honestidad y la responsabilidad, virtudes que derrochaba por doquier. Lastimosamente se marchó muy pronto, cuántas cosas nos faltaron por aprender de él; pero el tiempo apremiaba y se llevó consigo gran parte de su sabiduría. Nelson es el tío práctico, poseedor de una gran inteligencia, ecuánime y tranquilo, con una extraordinaria filosofía de la vida, que aún a su edad conserva. Era el tío consentidor; siempre me llevaba la idea en los caprichos y al igual que el abuelo, su frase predilecta era: “Déjenla que ella está chiquita”. Cuando yo nací, Edgar era apenas un adolescente, quien todavía conservaba en su piel una parte de ese niño que todos llevamos dentro y del cual no terminamos de deshacernos nunca. Era mi compañero de juegos, me enseñó los secretos del ajedrez y su destreza en el tenis: sus hobbies; me contaba cuentos, pero a diferencia del abuelo quien me deleitaba con sus narraciones infantiles colmadas de hadas y princesas, él me hablaba de monstruos, duendes, brujas y demás seres horripilantes. Yo me asustaba y corría a refugiarme en los brazos de los abuelos, entre los cuales siempre me sentí segura, protegida e inmensamente amada. El abuelo levantaba su dedo índice para reprenderlo y lo amenazaba con castigarlo si continuaba fastidiándome, lo cual no surtía ningún efecto en él, pues en cuanto le era posible, me repetía la dosis; así que también le debo a él, mis primeras interacciones con el miedo. 

Hizo realidad todos sus sueños. Era hijo de Maese Bustamante, un ser que luchó desde antes de nacer y llegó tan lejos como quiso, sin ayuda de nadie, solo de una capacidad intelectual única que lo llevó a la cima. Así era Edgar: nada para él era demasiado grande o lejano, no conocía los imposibles, hacerlos posibles era solo cuestión de tiempo. Cuando apenas estaba terminando su educación secundaria le dijo a su madre: “Quiero vivir en Europa”, ella lo miró incrédula, pero poco después vi a mi abuela con lágrimas en sus ojos despidiendo a su hijo menor, quien viajaba a estudiar Teatro en Francia y posteriormente, Literatura. Ese fue solo el principio de una vida llena de satisfacciones profesionales y personales. Pasó temporadas en varios países europeos; pero finalmente se radicó en España, donde vivió la mayor parte del tiempo. Su gran acierto, el matrimonio con María José Isla; una mujer maravillosa, hermosa y comprensiva, con quien compartió más de 50 años y tuvo 2 hijos: Hugo y Edgar, quienes heredaron la sensibilidad artística de su padre.

Supo ser amigo de sus amigos. Dedicó su vida a la literatura y a los libros e incursionó en el teatro, otra de sus pasiones. Trabajó con Círculo de Lectores y después con Carvajal, empresas que asesoraba literariamente y para las que negociaba los derechos de autor en la Bienal Mundial del Libro. Simultáneamente manejaba la editorial de su propiedad en Barcelona: “Bustamante Editores” y asesoraba otras casas dedicadas al mismo fin; de igual manera se movió en el mundo de las letras en Europa, donde fue reconocido y admirado. 

Descansa en paz Edgar, sabes que eres inmortal pues la muerte solo acusa a las personas que no dejaron huella de su paso por la vida, y tú trasciendes orgulloso, con la satisfacción del deber cumplido, a reunirte con tus padres y tus hermanos Hugo y Alicia. Ahora haces parte de esos seres que evoco con inmensa gratitud y nostalgia y a quienes repito cada día: Gracias por tanto amor y dedicación; el tiempo a vuestro lado fue un ensueño.

Un abrazo de solidaridad con la insondable tristeza que hoy invade los corazones de María José; sus hijos Edgar, Hugo y su esposa Marina; sus sobrinos Bustamante Jordán, Bustamante Peña y Hoyos Bustamante y demás familiares; la sociedad payanesa que hoy llora su ausencia y demás amigos.

Préstenos, empero su voz el poeta, para cantar todos al unísono:

“…Qué silencio en las voces, y qué frío

por el amigo muerto. Gime llena

de angustia el alma por el alma buena,

cómo me dueles, compañero mío.

 

La amistad y el amor están presentes,

la pluma y el talento están de luto,

niebla hay en los ojos y en las frentes…”

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