El número cinco

Columna de opinión

Por: Ferchijote – [email protected]

Ese sigiloso gato está en posición de acecho y el color de su pelaje nos impresiona. No es de fácil  aprehensión, lo vemos y pensamos que el ceniza y el vinotinto deben estar allí entremezclados, que quizá algún Dios oriental y antiguo, alguno, quizá con un nombre semejante a Du Kang, dejó derramar un hilo de su licor ya al final de la jornada, que accidentalmente cayó sobre las cenizas de lo que fue una eterna y orgiástica noche, y ¡ZAS!… el gato cobro vida. La araña a la que observa es diminuta, plomiza  y sin movimiento. Ella sabe que algo enorme le asedia y apela a la parálisis para resguardarse, para garantizar su vida. Vemos esta escena y nuestra respiración se agita un poco, al igual que los latidos de nuestro corazón. Esta notable quietud nos parece indicar que algo va a ocurrir: tenemos expectación. Estamos atrapados ante algo que quizá nunca ocurrirá, somos mero congelamiento junto con esos dos bichos, somos un bicho más que espera también, sin embargo, solo basta que un profundo olor a trementina penetre por nuestro olfato para traernos a otra realidad. Basta que hagamos un barrido con nuestra mirada, que despertemos y pongamos a rodar nuestros globos oculares para hacer aparecer otro plano de nuestra existencia.  

Pinceles de diferentes tamaños, frascos con disolventes, lienzos puestos allí y aquí, muchos sin terminar, el color está desparramado por cada rincón del estudio, podemos verlo, olerlo, palparlo, y además, escuchar cierta abigarrada música de fondo. La primera impresión es de caos, de desarreglo, la segunda y la tercera nos va enterando de que es solo un inicio y que cierto orden va instalándose progresivamente como si alguien lo impusiera. No vamos a quedarnos solamente en este pasaje ─por supuesto─, vamos a proseguir; somos testigos invisibles y vamos a sacarle provecho a esta condición.

De espaldas a nosotros está ella, que a su vez está sentada sobre un butaco de madera ─color caoba─, frente dos lienzos. Uno de ellos templado sobre una montura de setenta por cincuenta centímetros, el otro, el más pequeño, prensado con pinzas sobre un retablo de tríplex de la misma media. Un caballete sostiene el principal que se yergue en el centro, el otro sostiene el retablo y está ubicado a la izquierda.  La pintora es zurda y diestra al mismo tiempo. Aunque nuestra atención apunta a conocer el desenlace de esta visión, es imposible no reparar en la postura erguida de su espalda, en el negro ensortijado de sus cabellos que no alcanza a llegarle hasta los hombros, nos distrae su mirada que mira con agudeza una escena que ya nos es familiar: el gato y aquella araña, ese congelamiento entre la presa y quien la acecha. Es una imagen que esta plegada a la parte superior del caballete principal y que sirve de modelo. 

Algo incrementa el volumen y el ritmo de aquella música que se traslada a un primer plano auditivo. Como todo ritmo que es merecedor de una danza tiene lugar el movimiento acompasado, un baile que sabe derrotar el aquietamiento. Un danzón, una saya, un vals o una milonga, escojan ustedes el ritmo que les plazca, yo elegiré un yenyeré porque algo en la sangre sabe gritarme «¡África!» en este instante. A este paso, la diestra mano izquierda de nuestra pintora hace existir a cada pincelada y de manera realista aquel eterno acecho sobre el empaste blanco del lienzo principal. Tiene también cabida un balanceo acompasado de ese pincel que va de derecha a izquierda, de principal a auxiliar, de realismo a impresionismo. Estamos entendiendo en que consiste el ejercicio, y la escena se triplica: el modelo de referencia, la copia realista y una tela para quitar el exceso de óleo, que se acompasan con los sonoros golpes de tambora. 

 Luego de un determinado tiempo la música ha cesado y nosotros seguimos siendo unos testigos que ven sin ser mirados, que oyen sin ser escuchados, que están sin estar. Y ahora se viene el desenlace. Sí, ya sabemos que el modelo ha sido replicado perfectamente en la montura de setenta por cincuenta, pero lo que no sorprende es que esta bella y sutil copia en este momento esté siendo desmontada. Las manos que con tanta paciencia y sutileza la crearon le están descartando, le están doblando aunque doblarla implique emborronarla ya que está fresco el óleo, está siendo tirada sin vacilación alguna en el tacho de la basura. Una réplica de una máscara africana, que también observa lo que ocurre, contiene también una estupefacción parecida a la nuestra. Sin embargo, ese cuadro de buda que está colgado en el otro extremo sabe traernos la certera calma de que el caos inicial, finalmente, es orden. 

Ahora, hay un corte abrupto en esta secuencia. Algo, ─que ignoramos en este insistente─ ocurrió y debe ser develado por nuestro intelecto o por nuestra intuición. Finalmente, estamos en un amplio salón ─en cierto pabellón─, siendo testigos de una muchedumbre lustrosa que hace bulto frente a un singular cuadro: el número cinco. En él, unos manchones de  color ceniza claro parecen abalanzarse sobre otros diminutos de un plomizo oscuro. Continúa el acecho que para nosotros es más notable porque estamos bien atrás. Ahora entenderemos por fin que aquella tela que antes tomamos por limpión y que estaba puesta a la izquierda no era el boceto, era en realidad la verdadera obra. 

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