Cita con un condenado a muerte

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Por: Mauricio Wiesenthal

En una librería encontré una vieja edición de Dostoievski. Y, leyendo aquel libro, supe que mi amigo no había sido fusilado. Cuando estaba a punto de oírse el disparo fatídico, un oficial había detenido el siniestro espectáculo, anunciando, con gesto teatral, que el magnánimo zar indultaba a los condenados. El 22 de diciembre de 1849, a los veintiocho años, Fiódor Mijailóvich Dostoievski había vuelto a nacer.

Dos días más tarde era Nochebuena. Le pusieron unos grilletes, que arrastró durante tantos años que llegaron a formar parte de sus manos, y salió de San Petersburgo en un trineo que le llevó hacia las provincias lejanas: Nijni Novgorod, Yaroslav, Perm… La ventisca apenas dejaba ver los pueblos. Se sucedían los bosques nevados. Y, antes de atravesar la barrera de los Urales, pudo volver la vista atrás. «Delante de nosotros, la Siberia, nuestro misterioso destino. Se me llenaron los ojos de lágrimas».

¿Quién puede decir que Rusia no sea la tierra de la inmensidad, la perspectiva de la desmesura? Ayer se llamó la Santa Rusia. Luego fue la República Socialista Federativa Soviética de Rusia. Pero haceos explicar lo que entiende un ruso por república, y veréis que es algo muy próximo… a la santidad.

«Es más, si alguien pudiera demostrarme que la verdad está fuera de Cristo, y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría estar con Cristo antes que con la verdad», escribió Dostoievski. La destinataria de este pensamiento era Natalia Fonvizine, la mujer que le había regalado una Biblia en el camino de Siberia.

Dostoievski nunca olvidaría aquel momento en que unas mujeres caritativas se acercaron a él en Tobolsk, dándole vestidos y comida caliente. Esposa de un exiliado decembrista, Natalia había vivido siempre en el destierro, y conocía la soledad de la Casa de los Muertos. Por eso, en el interior de las cubiertas de la Biblia, había ocultado diez rublos.

Siempre, hasta el mismo día de su muerte, Dostoievski guardó esta Biblia bajo su almohada y, más tarde, en la mesita de noche junto a su cama. Estando en la prisión enseñó a leer en este libro al joven Alei.

Gracias al camarada Kuznetsov, agregado de prensa en la Embajada Rusa en París, conseguí un permiso para entrar en el Museo Lenin de Moscú.

Me dejaron rebuscar entre los recuerdos de Dostoievski. Sombreado por las manchas del tiempo, comido por los mordiscos de una vida errante y desgraciada, aquel libro estaba allí, como lo había dejado él, un lejano miércoles, 29 de enero de 1881, a las ocho y media de la tarde… Me sentía tan emocionado que sólo acertaba a acariciarlo, buscando torpemente Mateo, III, 15: «Déjame obrar así ahora, pues así debe cumplirse toda justicia».

Son las últimas palabras que oyó Dostoievski junto a su lecho de muerte, cuando Anna Grigórievna, su mujer, quiso animarle a luchar contra la agonía. «No te preocupes —respondió él— que estoy seguro de que moriré hoy mismo». Y, para confortar su espíritu, le pidió que leyese al azar un fragmento de aquella Biblia que le había acompañado por todas partes.

 

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