Avatares de un thriller inesperado

El despertar de los demonios, novela publicada en 1968 por el escritor payanés Víctor Aragón, es reeditada por la colección Posteris Lvmen, del Sello Editorial de la Universidad del Cauca. Aquí, un fragmento del prólogo, donde se propone una relectura de esta obra que problematiza a una ciudad colonial.

A

Por: Francisco Javier Gómez Campillo

I

Tres razones explican por qué una novela como El despertar de los demonios pasó inadvertida entre los lectores y la crítica especializada. La primera: la novela no logró obtener el Premio Literario Esso al cual fue presentada en la convocatoria de 1967, premio ganado nada menos que por Héctor Rojas Herazo con la novela En noviembre llega el arzobispo. La segunda, que puede leerse como una consecuencia de la anterior: la «edición pobre e incómoda para el lector», como bien lo señala uno de los pocos reseñistas de la novela (Anzola Gómez), porque en efecto, los dos apretados tomos en pésimo papel de la Sociedad Editora de los Andes que sobrepasan cada uno las trescientas cincuenta páginas, no son aptos para la lectura. La tercera, más compleja en cuanto compromete la situación de la novela en una década decisiva para la literatura colombiana: El despertar de los demonios se publica en 1968, justo al año siguiente de Cien años de soledad, momento sin precedentes para la literatura en que los lectores y la crítica en general asisten deslumbrados a la definitiva revolución de la novela latinoamericana.

Podríamos suponer entonces que un galardón como el Premio Literario Esso, cuyo más ilustre ganador es Gabriel García Márquez, o, al menos, una presentable y correcta edición, hubiese sido suficiente para posibilitar una verdadera integración de la novela a los circuitos de lectura. Pero justo aquí es pertinente detenerse y advertir que El despertar de los demonios, sin ser ajena a la intención crítica propia de la novela moderna a partir de El Quijote, en definitiva no participa de la poderosa corriente de experimentalismo y renovación profunda de las formas de narrar, aspecto que junto a una innovación de los mismos contenidos, define la novela latinoamericana de los años sesenta y setenta, cuyo modelo se encuentra en William Faulkner principalmente y que, en general, se nutre de los hallazgos de la novela europea moderna de la primera mitad del siglo XX (Joyce, Proust, Kafka, Virginia Woolf, Hermann Broch, Robert Musil). Rayuela publicada en 1963 es, entre nosotros, el ejemplo prototípico de esta revolución que tiene sus primeros antecedentes a partir de la década de los veinte (José Eustasio Rivera, Ricardo Güiraldes, Roberto Arlt, Rómulo Gallegos), pero cuyo pleno comienzo puede situarse en la década del cincuenta con Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y que culmina en José Lezama Lima, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Augusto Roa Bastos, Ernesto Sábato, Manuel Puig, Juan José Saer y el propio García Márquez. Un arriesgado artículo, ilustrativo de la situación de desfase de la novela de Víctor Aragón, lleva por título «Cien años de soledad y El Despertar de los demonios». El autor, Jaime Sánchez Farrut, interesado en interceder por El despertar de los demonios a través de un ensayo comparativo con la novela que ocupa la cima del canon colombiano, arriesga demasiado al pretender confrontarlas; sin embargo, el artículo no carece de cierto valor al evidenciar la desventajosa posición de la novela de Víctor Aragón en el contexto de una década decisiva y deslumbrante para la novela latinoamericana.

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II

Víctor Aragón nació en Popayán en 1905 y murió en 1978. Su vida de escritor se desarrolla entre el periodismo, la literatura y el compromiso intelectual y político. Su primera novela, Los ojos del búho, data de 1966; así mismo es autor de El duelo de Erasmo, de 1958, un texto histórico-filosófico con estructura teatral que según la nota introductoria hace parte de un proyecto en cinco volúmenes que permanece inédito. El despertar de los demonios corresponde a su segunda novela publicada, y es sin duda su trabajo más ambicioso en cuanto pone en juego una cierta comprensión de las posibilidades expresivas de la novela como género esencialmente crítico; es decir, El despertar de los demonios al tiempo en que a través de una trama pone en cuestión el mito de una «Arcadia-heleno-católica», muestra distintos aspectos de un mundo, incluyendo el de su crisis o el de sus elementos «demoniacos» para usar la propia terminología de la novela.

Lo realmente necesario aquí consiste en «leer» la capacidad de la novela de Víctor Aragón de problematizar por primera vez una ciudad que en pleno siglo XX aparecía rezagada en el tiempo, no exenta de anacronismo y como al margen de las realidades que sacudían a Colombia. Pero al mismo tiempo es necesario no perder de vista que ella misma, en tanto que novela, resultar ser un texto «problemático» al menos en tres sentidos relacionados: primero, con respecto al modelo narrativo que, a semejanza del lugar que narra, la hace una novela desfasada, al margen de las tendencias, sobre todo faulkneriana, que contribuyeron a desarrollar la novela latinoamericana; segundo, el de su carácter en cierto modo fallido que se expresa en el hecho de que una trama como la propuesta, hubiese requerido unos mejores y más eficaces procedimiento narrativos; tercero, el de su misma nula recepción por parte de la crítica especializada.

A este respecto, más allá de forzar en nombre de la crítica literaria, un acto de justicia literaria a favor de un texto injustamente pasado por alto, la idea consiste en pensar que El despertar de los demonios se puede empezar a inscribir o reinscribir en la historia de la novela colombiana como uno de los más singulares e interesante casos, ello siempre y cuando se logre, a través de un ejercicio dialéctico de lectura, captarla como un texto «positivamente problemático»; y a partir de este criterio, considerar que el camino para una valoración, o si se quiere de un revaloración, depende de una aproximación a la «esencial y positiva problematicidad» de esta novela.

Reconocer esta «esencial problematicidad» como un gesto positivo es reconocer, por ejemplo, que la novela no orbita ni podría orbitar a la manera de un satélite en torno a ninguna de las «cuatro novelas planetas» que según Seymour Menton dominan el sistema literario colombiano: María (1867), Frutos de mi tierra (1898), La vorágine (1924) y menos aún Cien años de soledad (1967). Y si esta hipótesis es correcta, El despertar de los demonios vendría a representar en la historia de la novela colombiana la paradoja de «un satélite sin planeta», o de un «planeta fallido», algo que en todo caso sería una incómoda anomalía en el sistema.

Lo «fallido» no indica aquí un juicio negativo mediante el cual se rehabilita la novela para descalificarla. Lo «fallido» describe más bien un aspecto paradójicamente positivo de la novela a partir del cual es posible, en primer lugar, desmarcarla del imperativo de perfección asociado a la idea de «obra maestra», y, en segundo lugar, en el sentido en que lo fallido también es fundacional. Al respecto, nuestra tesis consiste en pensar que la clave de ciertas obras no radica tanto en su valoración como obras maestras, sino por aquello que pese a todo anuncian o permiten anunciar; es decir, porque su «imperfección» equivale al despliegue problemático de un espacio donde se anuncia una novela por venir. En otras palabras: ocurre como si El despertar de los demonios hubiera sido escrito sobre el espacio de la «desaparición» de una obra maestra de la cual solo queda, como extraño testimonio, la novela que podemos leer; es decir, esa especie de thriller anacrónico que de manera sorpresiva y rezagada llega hasta nosotros y nos exige o nos empieza a exigir una lectura cómplice, más allá de la presión que ejercen las grandes y protagónicas novelas que, como es natural, absorben toda la atención de la crítica. Presentar la novela de Víctor Aragón bajo la noción de «thriller» es aquí una estrategia de lectura tanto para resignificar su anacronismo como para desmarcar la novela de la presión del canon, y es, al mismo tiempo, un modo si se quiere «postmoderno» de abrir su lectura a los intereses de nuestra contemporaneidad donde las obras maestras conviven con toda clase de subgéneros narrativos.

 

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