Bastante se ha dicho sobre frecuentes faltantes y errores contenidos en material procesado por medios impresos con tinta que mancha, y algunas veces divulgado en redes virtuales como diariamente ocurre en esta civilización forjada a pantallazos.
A menudo se insinúa no creerlo todo, preventivamente darlo por inexacto e incompleto, siempre verificarlo con su autor, y fundamentalmente considerar el prestigio y credibilidad de la fuente antes de aventurarse a imprimir y compartir, acciones mecánicamente elementales, aparentemente inofensivas, que con solo pulsar un botón pueden conducir a falsear infinitamente la verdad y terminar en universal amplificación de una mentira, o en lamentable deformación de un texto literario pacientemente elaborado.
Antiguamente, en la era del chismorreo, podían pasar cosas lejanamente parecidas pero el proceso era muy lento, porque se necesitaba mover la lengua muchas veces ante auditorios dispersos. Hoy un solo impulso de tecla, en fracciones de segundo, transporta una inexactitud, una falsedad o una calumnia a todo un universo de desconocidos navegantes. Se entiende, afortunadamente, que una actitud receptiva, diligente, y comprometida con la excelencia puede evitar futuras reincidencias, máxime cuando la tecnología velozmente se refina para atenuar humanas imperfecciones.
La situación se complica un poco si se piensa en el pulimento crítico que necesitarían potenciales corrientes destinatarios de un texto cualquiera, para evaluar algo que en los tiempos nuevos parece ir de capa caída, y es la fidelidad en la transcripción, virtud que debieran derrochar los medios de comunicación, ya sea que anuncien un espectáculo público, divulguen un hecho noticioso, adviertan un peligro colectivo, publiquen un asomo poético o le den pase a un delirio literario, porque el grueso de los lectores sencillamente presume la exactitud y veracidad en los contenidos, y en esos aspectos no se les puede fallar a los lectores ni a nadie.
Pero principalmente es necesario evitar que a lectores de largo oficio, duchos en artes y crítica, les lleguen textos amorfos, relatos inconclusos, secuencias incompletas, narraciones sin desenlace, citas falseadas, o títulos incongruentes, porque si se quedan pensando bien alcanzarán a intuir que el error es de imprenta y se acabó el problema, pero si lo hacen mal, que también puede ocurrir, atribuirán a incompetencia del autor las omisiones del editor, y esto es injusto.
Litigo aquí en causa propia para reclamar de nuevo, ya antes lo había hecho verbalmente, el inexplicable recorte en algunos de mis escritos, cuando mantengo una columna que, por disciplinar la pluma, y facilitar la delimitación de espacios, redacto en igual número de palabras para cada entrega.
Siempre me he resistido a creer que el periódico aplique alguna forma de censura a mis opiniones reales o a mis divagaciones de fantasía, y repito mi ofrecimiento, si fuese necesario, de achicar los textos sin alterar los contenidos, pero rechazo los inclementes golpes de tijeras tantas veces sufridos, con los que el pasado diez de enero le cercenaron la gracia y el sentido al “Sueño salomónico”.
Interrogatorio: Tantos espontáneos que se arrancan las vestiduras ante las decisiones de Trump, ¿sí tendrán experiencia en el manejo político de un imperio?
Comentarios recientes