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FERNANDO SANTACRUZ CAICEDO
Sostener que el matrimonio es su meta culminante, y con él, la maternidad, es despreciar a la mujer como sujeto social pensante. Una mujer con información suficiente que le permita tener una consciencia crítica liberadora, no admitirá que un hombre la elija con base en condiciones meramente físicas o dinerarias. Si la mujer piensa que su destino es la maternidad, debería reflexionar que ésta es un instrumento de dominio sociopolítico y, por tanto, no podría pensarla como la razón principal de su existencia.
Paralelamente a su condición de madre, la mujer no crea un sistema de valores autónomos que la liberen de su enajenación. El primer paso en su emancipación como Mujer estriba en erigir una estructura dialéctica de razonamientos que le permita rechazar la antítesis que la subordina, ayudando al hombre a superar su condición machista, negándose a caer bajo su caprichosa imposición, sin suprimirlo autoritariamente.
No podemos ambicionar un modelo de mujer, por cuanto ella es un ser socialmente productivo y un ente de creatividad intelectual, y todo aquello que pretendamos estandarizar es, rigurosamente, un antivalor, y las virtudes que le atribuimos (sumisión, belleza, maternidad) son un fraude institucionalizado que falsifica ostensiblemente toda su vida.
Toda ética que conlleva al enaltecimiento del hombre y la degradación de la mujer justifica la transgresión de sus preceptos, puesto que auspicia una discriminación injusta. La maternidad jamás bastará para hacer verdaderamente Mujer a una mujer. Más aportará a la sociedad aquella que realice contribuciones creativas que la que se dedica a procrear.
La ciencia, el cultivo de una inteligencia crítica, no son antagónicas a la maternidad sino sus complementos. Ser madre exige superar intelectualmente la enajenación, garantizando la posibilidad de emanciparse institucionalmente hacia nuevas dimensiones de la existencia. El acto de ser, como sujeto individual y social, implica una toma de consciencia de la alienación. “[P]ensar y ser son, entonces, a la vez diferentes y una sola cosa”, acotaba Marx.
El matrimonio y la maternidad suponen inconvenientes para la carrera de una mujer, por cuanto ser esposa y madre tiene un precio social. Al dividir su responsabilidad entre madre y profesional, las mujeres bregan a equilibrar la vida familiar con su actividad laboral. Nivelar los ámbitos profesional y familiar es, en las mujeres, una tendencia que domina sobre la obstinación por la carrera y el poder.
La dedicación masculina a ultranza en la vida profesional tiene poca censura. Pero cuando lo dicho acontece en mujeres con ambición profesional, las críticas no cesan porque, supuestamente, con ella rompen la estabilidad de la pareja y descuidan la educación filial.
En consecuencia, su éxito se mide con el metro de los valores familiares. Al contrario, el éxito, el poder, el papel profesional y el estatus, son distinciones reservadas a los hombres. El marginamiento de la mujer al espacio doméstico, excluyéndola de la sociedad política, está radicalmente rebasado, sin que signifique lo antedicho que existe una intercambiabilidad de los dos sexos frente a la dicotomía privado/público.
La dinámica de la emancipación femenina no implica la homogeneización de los roles de uno y otro género. Al contrario, la persistencia del papel prioritario de la mujer en la esfera doméstica se entrelaza con las nuevas exigencias de autonomía individua. Las mujeres tienen motivaciones distintas que las que impulsan a los hombres a elevarse hasta la cúspide organizacional: exaltación de los logros familiares sobre el éxito en la organización y menor estímulo para descollar en el escenario público. Prefieren el enriquecimiento relacional al dominio jerárquico. Priorizar el polo privado de la vida las desvía tendencialmente de alcanzar los más altos rangos jerárquicos.
La maternidad continuará siendo, durante largo tiempo, una talanquera sustancial para homogeneizar los roles sexuales. Pese a los profundos cambios en la condición femenina, mientras las mujeres continúen asumiendo las tareas maternas su desempeño profesional y su papel público gozarán de menor prestigio social. Nos encontramos tan lejos del fin de la división de géneros como de la desaparición de las clases sociales.
Perenniza la supremacía masculina en el orden organizacional la imposición de normas diferenciales que impiden el acceso de las mujeres a la autonomía, favoreciendo a los hombres en cuanto obtienen mayor valoración de sí en la lucha por el dominio y desarrollan su sentido de liderazgo. En conclusión, la mujer sigue orientada hacia lo relacional, las preocupaciones afectivas, domésticas y estéticas. El hombre hacia lo instrumental, lo técnico-científico, la violencia y el poder. Como anotara Hegel, “[L]a subjetividad masculina se construye en el conflicto inter-humano en pos de reconocimiento y de prestigio”.
Estas normas sociales e identitarias otorgan ventajas al hombre a la hora de escalar los peldaños de la jerarquía organizacional.
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