La última fiesta de la naturaleza

MATEOMALAHORA

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El que nos encontremos tan a gusto en plena naturaleza proviene que ésta no tiene opinión sobre nosotros (Friedrich Nietzsche)

Cuando los primeros seres humanos no tenían más recreación que hacer el amor en las cavernas, para no ser observados por los hijos y los animales, pues ya empezaban a sentir alborozada vergüenza de su desnudez, hallaron que escuchar el lenguaje de los ríos producía feliz encantamiento.

Desde las altas colinas descubrieron que los ríos descendían y bajaban de las montañas y, quizás, para apaciguar sus ansiedades y desolación, se dirigían, hacia algún lugar del planeta, para conversar con seres superiores y curar sus vacíos existenciales.

Nunca se imaginaron que en las desembocaduras podían dialogar con otros afluentes. Los temas, más inquietantes, serían los desastres naturales, clases de peces que albergaban y catástrofes ecológicas causadas por diabólicos espíritus, conocidos como seres humanos.

Les impresionaba escuchar, de los torrentes caudalosos, que existía un lugar impresionante que se llamaba océano, donde el horizonte no tenía fin, y resolvieron conocerlo; pero, antes experimentar el indescriptible acontecimiento, optaron por juntarse para no morir ahogados y, de esta manera, proteger su integridad. Desfilar por abismos, cascadas, despeñaderos y espejismos era el precio de su provocación.

Tiempos en que las jirafas, elefantes, mastodontes y caballos se bañaban libremente y no se imaginaban que con el correr de los días el agua sería convertida en mercancía y tendría código de barras, adherido a las playas, árboles y piedras.

Por algunas circunstancias se filtró la información que los ríos soportaban agudas pesadillas, diagnosticadas como fiebre amarilla.

La sorpresa fue monumental, cuando un arroyuelo llegó perdido al Amazonas y desesperado narró, al primer río con el que tuvo la oportunidad de relacionarse, que había huido tan pronto supo de la desaparición sistemática y globalizada de los seres humanos, las especies animales y los árboles, noticia que alcanzó conmoción en la esfera terráquea.

Fue tanto el miedo que provocó el inusitado relato, sobre la muerte y extinción del mundo, que los arroyuelos, presos de espanto, se filtraron hasta lo más profundo de la tierra y no volvieron a salir, para evitar las avalanchas de lodo, escombros y miseria.

Algunos comentaban que habían observado hechiceros, criaturas fantásticas, que cubrían sus cuerpos con hojas, invadían las riberas, conjuraban los diluvios y, con sus propias aguas, rociaban las orillas para ahuyentar las inundaciones y desbordamientos.

Conmocionados, por pronósticos sombríos, optaron por realizar la primera Asamblea Universal, a la cual asistieron personalidades que, en el futuro, se llamarían Amazonas, Nilo, Orinoco, Guaviare, Misisipi-Misuri, Guadalquivir, Magdalena, Cauca, Atrato, entre otros, asamblea que llamaron la ONU de los ríos, en cuyas deliberaciones, la más desgarradora y dolorosa, que produjo sollozo y llanto en el certamen, como cualquier triunfo ciclístico mundial, fue la de un demacrado afluente que dijo llamarse Río Sambingo.

Inscrito, en representación del trópico, con frágiles fuerzas, que producían lástima y compasiva solidaridad, esgrimiendo los débiles impulsos del último caudal que le quedaba, manifestó, temblorosamente, que tenía la certidumbre ambiental que, al terminar su intervención, habría muerto y desapareciendo de la faz de la jungla. Su discurso fue caudalosamente ovacionado.

Al comprobarse el vaticinio, ningún carpintero se comprometió a elaborar el ataúd porque era muy largo, duraría varios años en construirlo, y, la comunidad, estaba comprometida en fabricar féretros para enterrar riachuelos populares.

Horrorizada, la tribuna olímpica, escuchó el testimonio de la primera desaparición forzada, cuando oyó que los salvadores del progreso se habían dedicado a recolectar, en algunos lechos, pepitas de oro, extraídas con una sustancia sagrada que tenía la virtud de limpiarlas de todos los metales innobles, para ser entregadas a los conquistadores que, fungiendo sentimientos protectores, llegarían, sin trabas, ataduras y regulaciones, a celebrar la más grandiosa fiesta verde de la naturaleza.

La celebración del Primer Carnaval Ecuménico del Medio Ambiente tenía por objeto salvaguardar el milenario derecho a la existencia del agua que, paradójicamente, se agotaría en medio siglo, tanto que los desconsolados asistentes, imaginándose desiertos en llamas, piedras perforadas por el tiempo y vencidas por la arena, al escuchar al animador internacional del certamen, con ojos humedecidos por el pánico, emprendieron el éxodo hacia el vacío y la nada, como quien dice: al más allá, para salvarse.

Salan Aleikum