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DONALDO MENDOZA
De severa causticidad fue la columna publicada por Julio César Londoño en El Espectador (4/06/2019). La llamó «La Casa Valencia». Por lo que allí revela el periodista y escritor, no faltarán las réplicas. Desde mi perspectiva, quiero referirme al aspecto más cercano a mi formación académica, el literario. Y en ese orden, el lugar de Guillermo Valencia en la literatura colombiana, específicamente en la poesía.
Como escritor de un solo libro, “Ritos” (1899), Guillermo Valencia logró lo que pocos escritores alcanzan: un lugar relevante en la historia de la literatura colombiana, y convertirse en uno de los autores más importantes del movimiento modernista hispanoamericano. No es poca cosa, dado que Rubén Darío, fundador del Modernismo, había agotado ya casi todos los adjetivos, como rasgo característico de esa escuela. A Valencia, sin embargo, le alcanzó para aparecer, junto a José Asunción Silva –sólo los dos–, en las antologías de poesía hispanoamericana, hasta la década del 70 del siglo XX.
Sí, hay en los poemas de Guillermo Valencia todos esos exotismos, anacronismos, referencias de lugares y paisajes lejanos, que también hacían parte del legado modernista. Pero no sólo eso es la poesía de Valencia, como hábilmente lo hace aparecer Londoño. La poesía de Valencia es más. Quizá sea suficiente decir que, del mismo modo que escribió un solo libro, también en éste aparecen versos que, como reclamaba Borges, deben salvar a un poeta y garantizarle un lugar en el paraíso lírico, el Parnaso.
En el cultivo de la métrica, el ritmo (acentos) y la rima, Guillermo Valencia fue un maestro, tanto en el soneto como en las demás formas estróficas. Y en cuanto a la esencia poética, Valencia sabía del misterio que cada cosa esconde; y, como quería Rilke, sabía libar la miel de lo visible para depositarla en la colmena de lo invisible. El misterio y la emoción, por ejemplo, están en ese poema sin tiempo que es «Hay un instante»: “Hay un instante del crepúsculo/ en que las cosas brillan más,/ fugaz momento palpitante/ de una morosa intensidad.” El exaltado yo de un romanticismo todavía reciente, en Valencia tiene el sosiego de la mesura: “En mi memoria tu vivir persiste/ con el dulce rumor de una cantiga,/ y la nostalgia de tu amor mitiga/ mi duelo, que al olvido no resiste.”
En suma, la bella paradoja de Guillermo Valencia es la poesía –siempre humilde y amiga de la pobreza–, que en mala hora abandonó para abrazar el poder, con sus posteriores fracasos. Sin la poesía todos esos desafueros, descritos con minucia por Julio César Londoño, serían hoy olvido y pintorescas anécdotas, por los que de pronto se interesarían anónimos cronistas de la historia de Popayán.
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