FABRIT CRUZ
@fabritcruz
En la época de la Colonia, cuentan quienes cuentos cuentan que las calles de Popayán eran polvorientas. No había piedra ni muchos menos cemento, así que las vías en tierra predominaban en el paisaje.
Para entonces, la gente del común caminaba descalza, a pata limpia. Los zapatos eran un lujo que sólo unas cuantas familias de la época podían utilizar y que empezó a democratizarse a partir del siglo XIX.
De allí para atrás, los habitantes andaban sin zapatos por todas partes, sin inconvenientes.
Para entonces, las niguas ya eran conocidas. Incluso, antes de la fundación de la ciudad, -siglo XVI-, los indígenas habían padecido por cuenta de ese bicho tipo pulga, que en su estado larvario, hace nido debajo de las uñas de los pies.
El escritor Marco Antonio Valencia Calle las llama ácaros, familiar de la garrapata, quienes se daban el lujo de generar hasta fiebre y desvarios, en el peor de los casos.
Pero volvamos al cuento. Las niguas eran conocidas por los indígenas, primeros en habitar el Valle de Pubenza y hasta el momento habían podido controlarlas. Sin embargo, con la llegada de los caballos, perros, marranos, los de a pie, la gente del común, vivió por allá en el siglo XVII una epidemia de niguas. Ese bicho, que produce inflamación, dolor, pus, en los dedos de los pies y que por razones evidentes alteraba la marcha y ponía a caminar al afectado como pato producto de las heridas abiertas que dejaba.
Y como ese bicho pica hasta el punto que desespera, las autoridades de la época pidieron a los afectados que se rascaran sólo en los ‘testigos’, en palabras sencillas, las esquinas de algunas casas de barro. De esa manera podían controlar la epidemia, lavando con agua sólo los puntos designados.
De esa leyenda sale el apodo o remoquete de patojos. La gente que caminaba como pato producto de las níguas en los pies y como si estuviera cojo, pato-cojo.
Llamar patojo a un abuelo de 80 años, nacido en Popayán, es un insulto. Fácilmente te responde patojo no, payanés o popayanejo «porque yo andaba calzado». Y es que en algún momento el término fue utilizado para discriminar, para señalar un sector de la ciudadanía que no tenía ni para comprar un par de zapatos.
Actualmente, decir patojo es motivo de orgullo para quienes nacieron o aman o amamos la ciudad por el sólo hecho de haber vivido allá.
Caminar actualmente por el sector histórico de Popayán permite, en el recorrido de casas coloniales, de paredes blancas y faroles, ver en las esquinas que algunos bordes no están pintados. Que hay en su reemplazo una facción de pared roñosa que se conoce como ‘testigos’.
Los ‘testigos’ que se cree servían para rascarse las níguas, los rasca-niguas, como reza la leyenda, en realidad eran piedras grandes y fuertes que se ponían en las esquinas de las viviendas para dar soporte y para evitar que los bueyes o caballos, junto a la carga que llevaban, afectara las esquinas porque tampoco había andenes para la época.
En 2015, siete ‘testigos’ fueron reconstruidos. La labor la lideró Martha Cecilia Hernández, antropóloga y arqueóloga, amante de la historia. Ella dice que hay testigos en la calle quinta, calle cuarta, iglesia San Francisco; carrera sexta, en el barrio Bolívar, por nombrar sólo algunos.
Cada punto hace referencia al lugar donde originalmente fueron encontrados para el siglo XVIII y principios del siglo XIX. En la reconstrucción, los arqueólogos del futuro hallarán una cápsula de tiempo que fue agregada. Una botella que lleva dentro una moneda con la fecha del año 2015, información de la reconstrucción y los datos de la población de la época, incluso, una fotografía de los encargados de la obra.
«Es que en cualquier momento pasaremos a ser una evidencia arqueológica», dijo Hernández.
Hago este relato para celebrar los 484 años que cumplió Popayán el pasado miércoles 13 de enero. Larga vida a la ciudad donde se forja el conocimiento y el amor por las artes, habilidades de los patojos, ligadas a otra leyenda, que contaré luego.
Dato: Gracias a José Fernando Parra, Jhon Dueñas, Santiago Schuurmans, Marco Antonio Valencia y Martha Cecilia Hernández, profesionales que brindaron tiempo e información para este relato.