MARCO ANTONIO VALENCIA CALLE
Mi papá era un as para la esgrima con machete. En todo el Bordo no había quien le ganara. Por eso, cuando en la tarde de los domingos había encuentros de esgrima en El Guanábano, le traían coteja desde Chondural, Galíndez o Guachicono, pero ni así, nunca vimos que alguien lo derrotara.
Se sacaba la camisa, se la envolvía en una mano y con la otra agarraba la peinilla. Decía que se sabía las treinta y dos paradas y con eso nomás ya asustaba. A la hora del “baile”, acosaba al oponente hasta que los machetes sacaban chispas y solo descansaba cuando le daba un buen golpe de plan al otro. Se ufanaba de tener la malicia del guerrero mandinga y por ello nadie le ganaba, hasta que una tarde escuché decir que era seguro que estuviera “rezao” por algún brujo… o estaba empautado con el diablo, porque era de los pocos capaces de hacer “el vuelo del ángel” sin matar al otro.
Tendría yo siete años y con mi hermano de cinco jugábamos a la esgrima con palos de escoba. Entonces mi papá venía y nos enseñaba.
—Esto es como un baile de capoeira —decía—: para adelante y para atrás, hacia un lado y hacia el otro. Hay que tirar y retirarse. ¡Y ojo! Hay que tener malicia, agilidad, desconfianza. Se trata de darle su buen zuncho al contrincante, de sacarle chispa a la peinilla y de dominarla.
Y nos enseñaba algunas paradas: la cruz, la estrella, la engañosa, la medialuna…
Una tarde, mientras les picaba caña a los caballos, nos llamó para contarnos que fueron los mandingas, unos africanos raptados en cercanías del río Bambouk, los que trajeron al valle del Patía el arte de la esgrima y las tonadas del bambuco.
—Por los años 1600 los europeos trajeron a Cartagena doscientos mil africanos para ser vendidos como esclavos —relató—. En América fueron despojados de toda humanidad y de todos sus derechos. Y aunque algunos aceptaron su cruel destino, otros lograron escapar y armar palenques o caseríos empalizados. A esos fugados los hacendados los llamaron negros cimarrones, término usado para los caballos salvajes.
Papá también nos contó que en el Cauca se armaron dos palenques: uno por el río Palo, al norte; y otro acá, en el valle del Patía, al que los españoles llamaban el “Infierno de América” por el calor y las largas sequías. Aquí llegaron negros rebeldes desde Popayán, Barbacoas y Almaguer, que a su vez eran de distintos clanes africanos.
El valle fue mar y luego asentamiento de varias tribus indígenas, como los sindaguas, famosos por practicar el canibalismo. Ellos les hicieron la vida imposible a los negros, quienes, para protegerse, tenían que huir de un lado a otro.
Hasta que un día llegaron unos afros mandingas fugados de las haciendas del norte del Valle del Cauca. Y fueron ellos los que les enseñaron esgrima a los cimarrones patianos para defenderse de indígenas y negreros. Incluso, trajeron la música de tamboras que con los años, aunada a instrumentos como el violín, habrían de llamar el bambuco patiano.