El periódico Excélsior de México informa este jueves que el director de la Agencia de Investigación Criminal de ese país advirtió que no puede garantizar que los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa hace treinta y cinco días se encuentran con vida. Y, aunque no lo diga, seguramente tampoco podrá garantizar las capturas del alcalde de Iguala y de su esposa, quienes dieron la orden de entregar a los cuarenta y tres jóvenes a los narcos de Guerreros Unidos. Dentro de poco, este funcionario (o cualquier otro) saldrá a decir que allí no ha pasado nada, que la vida sigue normalmente y que todos pueden ir tranquilos a sus casas. Lo digo porque así es en México, en Colombia y en todos los lugares. Y lo digo también porque cosas como esas las advierte la literatura mucho tiempo antes de que las diga el periodismo.
Ya las advertía Roberto Bolaño en su novela póstuma titulada 2666, específicamente en La parte de los crímenes, donde hace referencia a las desapariciones y muertes impunes de trabajadoras de las maquilas en el norte de México. Y de eso hace más de doce años. Allí, Bolaño detalla las circunstancias en que son encontradas algunas de aquellas mujeres asesinadas y precisa sus nombres, su ocupación, su edad, sus ropas, la marca de sus zapatos. Esa descripción minuciosa es, por un lado, una crítica al tratamiento de los medios sensacionalistas que suelen abordar aquellos hechos con morbo, pero también al tratamiento simplista y superficial con que los recoge la gran prensa. En un caso y en el otro, la deshumanización es evidente. Así, los muertos terminan siendo un número más para engrosar las estadísticas mientras los mass media le hacen de nuevo el juego al poder sirviendo como poderosa caja de resonancia a palabras que en más de una ocasión son producto de la estulticia y la ineptitud de ciertos funcionarios. En esa lógica, en 2666, “el presidente municipal de Santa Teresa declaró a la prensa que la ciudadanía podía estar tranquila, que el asesino estaba preso y que los asesinatos de mujeres cometidos posteriormente eran obra de delincuentes comunes”. Una farsa, por supuesto, para acallar críticas. Un falso positivo, se diría en Colombia.
Bolaño denuncia esa incapacidad de las autoridades para dar con los autores de los crímenes pero también denuncia al periodismo en su intento vano de reconstruir con honestidad la realidad. Ambas circunstancias provocan una dolorosa impotencia en la opinión pública por no saber a ciencia cierta lo que sucede, aunque es probable también que la confusa o sesgada información que suele dar el periodismo genere una sensación de actualidad y tenga en algunas personas un efecto sedante capaz de llevarlas a cerrar los ojos con prontitud.
Pero aunque aquellas personas duerman y sueñen ya habrán visto la televisión y en ella, mal o bien, se habrán conectado con mundos que creyeron reales o posibles, como si la pantalla los pudiera contener a todos y el artefacto fuera un ineludible cordón umbilical. Mientras se está en ese encantamiento (o en esa condena) nadie le habrá prestado atención a los sonidos y a los movimientos de la calle, allí donde suceden hechos que luego (¡vaya ironía!) únicamente “existirán” si se los agenda en los medios. Como la infame desaparición de los jóvenes normalistas en México. Y entonces acaso haya alguien que se excuse con un verso similar a “estaban dando la telenovela, por eso nadie miro pa fuera”, como lo canta Rubén Blades para evidenciar que ningún ciudadano quiere darse cuenta cuándo desaparecen los desaparecidos. Bolaño escribe una frase en idéntico sentido: “La patrulla se presentó al cabo de media hora. Tocaron el timbre repetidas veces pero nadie respondió. Interrogados los vecinos, estos dijeron no haber escuchado nada, aunque la repentina sordera se podía deber al volumen de los televisores, que era muy alto y se podía oír desde la calle”.
En fin, mañana y siempre las autoridades seguirán diciendo en los periódicos de todo el mundo que nada de nada puede garantizarse. Lo dirán sin sonrojarse aunque el mundo siga temblando de terror.
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