MIGUEL CERÓN HURTADO
Desde 1886, cuando por la vía constitucional la élite política entregó el país a los intereses de los empresarios ingleses, se instauró el centralismo bogotano en época que era conveniente por la necesidad de construir un mercado nacional para el usufructo de las empresas extranjeras, que luego se ratificó en época del neocolonialismo después de la segunda guerra mundial, de conformidad con los intereses de las empresas multinacionales. Por esa época en el campo conceptual las teorías y enfoques del desarrollo justificaban plenamente las bondades del centralismo para el fortalecimiento del modelo de industrialización proveniente del exterior.
Pero una cosa son las conveniencias de los empresarios extranjeros y otra cosa es el interés nacional enmarcado en la necesidad de acondicionar los factores socioeconómicos para mejorar la calidad de vida de los nacionales y ahí, en ese escenario, es necesario reflexionar sobre las bondades del centralismo bogotano, que hoy está ahogando las posibilidades de cambio para avanzar en el progreso social, económico, político y cultural, que la comunidad nacional requiere debido a los escenarios presentes, algunos antiguos ya conocidos y otros surgidos por motivo de la pandemia.
Cabe recordar que uno de los factores que determinó el derrumbe de las economías socialistas, además de la falta de mercado y de gerentes como agentes dinamizadores de los procesos económicos, fue precisamente la concentración de las decisiones en una agencia estatal central. Igualmente, también es procedente recordar que en muchos países del mundo capitalista se dieron casos donde los fenómenos regionales propiciaron avances importantes de progreso económico y social motivados y dirigidos por instituciones propias y sin injerencia de los organismos centrales.
Luego vino en 1991, también por la vía constitucional, el acondicionamiento del país a los intereses del capitalismo rentistas sustentado con los argumentos neoliberales, que conlleva la instauración de un Estado “organizado en forma de república unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista…” cuyo trasfondo es la disminución del gasto público en el nivel central, pero que creó expectativas en las bases sociales sobre cambios favorables para realizar en este siglo.
Sin embargo, ya se van a completar los tres decenios desde la expedición de la Carta y lo que vemos es todo lo contrario. El centralismo bogotano ha instaurado sus métodos taimados para concentrar cada vez más el poder político en el nivel central y castrar con más potencia la posibilidad de las comunidades locales para diseñar y construir su propia historia, porque si bien la descentralización administrativa permite bajar el gasto público nacional, la conveniencia de los neoliberales es la de mantener concentrado el dominio de las finanzas públicas para amparar el servicio de la deuda. Con ello las posibilidades de mejoramiento de las condiciones de vida para la totalidad del territorio se ven frustradas y el ejercicio de la cacareada democracia participativa se ha convertido en una falacia, que ahora tiene demasiados obstáculos para afrontar la crisis y luchar por la reactivación económica y la reconstrucción social; pues se requiere ingenio, creatividad e innovación de parte de los actores sociales y las instituciones locales, si se pretende abordar la complejidad del problema en un mundo globalizado que tiene impactos derivados de los procesos internacionales; de modo que la realidad presente y la del inmediato futuro, demostrarán de manera contundente y con evidencias históricas lo perverso del centralismo.