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FERNANDO SANTACRUZ CAICEDO
HOMO DEUS, obra portentosa de Yuval Noah Harari, contiene entre otras falacias las que afirman que tenemos bajo control la guerra, la enfermedad y el hambre; que descendemos de los simios y que el intento de alcanzar el ideal humanista causará su desintegración, afirmación última que constituye el objetivo esencial de su tratado.
La facultad de obrar por reflexión y elección; el atributo volitivo para decidirse a actuar es la potestad humana denominada Libre Albedrío, cuyos supuestos son: i- el in-dividuo es esencialmente indivisible; ii- su yo auténtico es completamente libre; iii- solo él puede conocerse y nadie puede elegir por él. Solo yo tengo acceso a mi espacio interior. Mi libre albedrío infunde sentido al universo. De ahí que el credo liberal concede valor supremo a la libertad individual de decidir. Sin embargo, el conocimiento científico ha establecido que el cerebro lo integran genes, hormonas y neuronas, que obedecen las mismas leyes físicas y químicas que rigen todo lo existente, sin que la aleatoriedad ni el determinismo le dejen espacio a la capacidad decisoria, concepto que resulta vacuo.
Así, las antedichas aseveraciones son desvirtuadas por la biología y la química: i- Los humanos son “dividuos”, son un conjunto de algoritmos bioquímicos, sin yo único; ii- Son organismos modelados por genes y presiones ambientales; iii- Sus decisiones son deterministas o aleatorias, pero no libres. Se infiere, entonces, que un algoritmo externo me puede conocer mejor que yo mismo. ¿Qué es un algoritmo? Un conjunto ordenado de operaciones sistemáticas, de pasos para hacer un cálculo, resolver ciertos problemas y tomar decisiones. Es el método seguido para hacer el cálculo, no el cálculo concreto.
Las ciencias de la vida sostienen hoy que el individuo libre es una “ficción pergeñada por algoritmos bioquímicos”. El yo individual es una ilusión. Una avalancha de dispositivos niega radicalmente el libre albedrío de los individuos humanos. La ciencia ha develado el manto que separaba lo inorgánico de lo orgánico, ha transformado “la revolución informática de asunto mecánico a cataclismo biológico”. Las decisiones derivan de un tira y afloja entre entidades internas que se encuentran en tensión, sin la intervención de un yo determinante.
Si los organismos son algoritmos sin libre albedrío, podemos maniobrarlos usando la excitación directa del cerebro, la ingeniería genética, las drogas, etc. Los humanos son “dividuos” sin libre albedrío, sin autonomía, hacen parte integral de una red global.
Según el dataísmo, el universo es un flujo de datos y el valor de cualquier fenómeno se determina por la contribución a su procesamiento. Dos corrientes confluyeron a su surgimiento: i- los organismos son algoritmos bioquímicos; y, ii- La informática produce algoritmos electrónicos. Ambas tendencias señalan que las mismas leyes matemáticas se aplican a los algoritmos bioquímicos y electrónicos, haciendo que la barrera entre “animales” humanos y máquinas se desmorone, en la expectativa de que éstos descifren y superen aquellos. El dataísmo no cree que las experiencias humanas sean intrínsecamente valiosas.
Sustituir nuestra concepción antropocéntrica por una datacéntrica denota una profunda revolución filosófica. Las ideas transforman el mundo cuando cambian nuestro comportamiento. Hoy, los problemas de la humanidad son superados por tres procesos interconectados: i- los organismos son algoritmos bioquímicos y la vida es procesamiento de datos; ii- la inteligencia está desligada de la conciencia. Y, iii- algoritmos inteligentísimos, no conscientes, nos conocerán mejor que nosotros mismos. ¿Pervivirán la pseudodemocracia, el mercado global y los derechos humanos, a semejante alud de biotecnología y tecnología de la información? ¿Vencerá la inteligencia artificial a la inteligencia humana? ¿Triunfará el dataísmo funcionalista? ¡Pobres humanos, tan superinteligentes!
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