POR: MARIO FERNANDO PRADO
Siriri
Gran emoción me produjo escuchar sus interpretaciones. Llegó con unas maltrechas partituras y esperó pacientemente a que este pergueñador de teclados perpetrara aquellas viejas canciones que no dejan morir los recuerdos y se sentó al piano e inicio un emotivo concierto para el alma y el espíritu.
A sus ya casi 91 años, dio comienzo a un recital intimo con Granada de Agustín Lara y Llora la luna, de su padre don Pacho Torres que tocó al oído y luego siguió leyendo minuciosamente las partituras del Preludio en C de Bach, la Serenade de Emel Titl , la Little Romance de Schumann, La Paloma de Yraider y la Barcarolle de Hoffman.
Caía la tarde en medio de una pertinaz llovizna y ese momento estelar quedó grabado en nuestros corazones ante el virtuosismo que logró que detuviéramos el tiempo y olvidáramos por unos minutos quienes éramos, de donde veníamos y para dónde íbamos.
El piano, con un desafinado propio de sus años que lo hace sonar indiscutiblemente mejor que esos teclados de hoy que no dan espacio para la magia de las imprecisiones, se escuchó como nunca antes gracias a los exigentes requerimientos de quien le sacó sus mejores voces.
Todos los allí presentes complementamos los aplausos con una que otra lágrima que rodó por las mejillas de los más sensibles, al cabo de lo cual sentimos una indescriptible placidez y una profunda admiración con quien se confundió con nosotros en ese momento de solaz.
Les estoy hablando de doña Liliam Torres de Chaux, nacida en l929 en la Popayán de mis amores e hija del citado Pacho Torres, compositor, músico y pianista caucano que dejó profundas huellas en su terruño natal con sus 9 hermanos, músicos también.
Lila, como todos le llaman, inició sus estudios bajo la egida de su progenitor y a los ocho años dio su primer concierto en el Paraninfo de la Universidad del Cauca, siendo después alumna de la Madre Blandina, venezolana docente del Colegio San José de Tarbes, quien propuso a sus padres llevarla a Francia a perfeccionar sus estudios de piano.
Sin embargo, Lila prefirió cambiar París por Popayork, diré Popayán, y allí se quedó hasta que conoció al eminente jurista Leonidas Chaux Mosquera. Después se vinieron para Cali en donde no solo nacieron sus 6 hijos, sus nietos y sus bisnietos todos orgullosos de ella, sino que ingresó al Conservatorio Antonio María Valencia y fue alumna destacada de la profesora alemana Gerlac.
Se dio el lujo de cantar el Ave María y el Panis Angelicus acompañada del órgano de la catedral de Cali sin que su voz fuera opacada. Fue compañera de Francisco Vergara Sardi, Arcadia Saldaña, Otilia Hernández y otro grupo de 30 voces privilegiadas que conformaron el legendario coro del Conservatorio, por allá en los años sesenta. Además, tuvo la osadía de descrestar en Venecia a los turistas con un Oh Sole Mío acompañada por una orquesta callejera e igual sucedió en la mismísima catedral de la Plaza de San Marcos.
Lila irradia alegría, tranquilidad y sosiego. En la actualidad toca religiosamente entre dos y tres horas diarias en su piano Schimmel, regalo de su esposo, ya no canta, pero encanta. Dios bendiga sus privilegiadas manos y su prodigiosa memoria.