FELIPE SOLARTE NATES
Cuando en Quilichao todo el mundo se conocía y saludaba, la mayoría de calles estaban sin pavimentar y el agua salía a cuentagotas al abrir la llave; fuera de radio bemba circulando en los corrillos, la radio era el principal y más democrático medio de comunicación con el resto del país y del mundo.
Desde los pesados armatostes llenos de tubos que brillaban en su interior o desde los ladrilludos transistores japoneses recién salidos al mercado, escuchábamos: noticias, partidos de fútbol, programas de humor, la transmisión de las vueltas a Colombia, los radioteatros con famosos cantantes y orquestas en vivo y las radionovelas dirigidas a las amas de casa y a los niños y jóvenes sedientos de imaginar aventuras a partir de las voces de los radio-actores.
Despuntando los años 60, cuando se podían contar con los dedos los carros que circulaban por el pueblo, la televisión en blanco y negro era lujo de ricos y de repeso, la señal de oscilantes puntos y líneas brindaba imágenes borrosas.
En ese panorama, sin la profusión de reproductores de imágenes que nos atosigan en esta época del internet, la pantalla gigante del teatro Paz era lo máximo, pues desde ella nos llegaban nítidas las imágenes en blanco y negro y especialmente a COLOR, y el sonido de las películas con toda clase de historias, para satisfacción de grandes y chicos, que cuando la cinta era famosa y con reparto de estrellas, hacíamos largas colas para entrar a las funciones de matinal, vespertina y noche.
El cine era la ventana que en imágenes en movimiento nos llevaba al México de los charros cantantes, o al de humoristas como Cantinflas, Viruta y Capulina o Clavillazo, o al de luchadores como El Santo y Blue Demon. También nos transportaba al oeste de los Estados Unidos de pistoleros en duelos en las cantinas y peleas con los apaches defendiendo su territorio; o en una función doble nos permitía alternar una historia de gladiadores romanos, con otra de comandos en la II Guerra Mundial, o una de espías o de terror seguida por conmovedora trama de amor a la que cuando se calentaban las escenas de abrazos, besos y toqueteos apasionados, abruptamente cortaban la escena, desencadenando entre los asistentes, de “abajo” o luneta, donde entrabamos la “chusma”, un estruendoso azotar de las sillas metálicas y de insultos contra Maciste, Mafla y Vaca, quienes se turnaban en la proyección, protestando por “robarle” a la película cuando “empezaba lo bueno”.
“Arriba”, en el palco, las entradas eran más caras y en las sillas abollonadas se sentaba la “gente decente”, las parejas de jóvenes novios madrugaban a instalarse en las últimas bancas; mientras “abajo” o en luneta, donde era más barato, a la par de la trama que pasaba por la pantalla se escenificaba otra película, en la que -además de las estruendosas protestas a madrazo limpio, cuando le “robaban”- , entre pedorros cazaban apuestas, disputándose la ametrallada serie más larga o el pedo más sonoro o quejumbroso soltado cuando él público estaba más silencioso y expectante en los momentos de mayor tensión y suspenso de la película; sin olvidar las carcajadas que estallaban cuando se despertaba el dormilón y roncador al que le habían prendido periódicos debajo de la silla metálica a la espera que pegara el brinco cuando sintiera el quemón en las nalgas y diera rienda suelta a su florido ‘jetabulario’.
Tampoco faltaban los que le advertían al “bueno” de la película que detrás del muro lo acechaban los malos, ni los que aplaudían cuando el ‘tipo’ ganaba el duelo o la historia de amor terminaba con un apretado abrazo y largo y apasionado beso.
Cuando se abarataron los televisores, mejoró la señal y las telenovelas reemplazaron a las radionovelas, la afluencia a las salas de cine mermó y más al llegar la TV a color y el betamax.
El teatro Paz entró en decadencia física, sus equipos se deterioraron y mermó considerablemente la asistencia, hasta que fue destinado a sala Triple X, salón de eventos de la Alcaldía, templo evangélico y sede del bailadero El Grillo, cuando vendieron su casa tradicional. Al pasar frente a su edificación, un sentimiento de nostalgia invadía a quienes pasamos agradables horas de nuestra niñez y adolescencia, en medio de la guacherna de tierra caliente, con el humo de los cigarrillos flotando en la penumbra, mientras nos sumergíamos en otros mundos e historias prestadas, proyectadas en la gigantesca pantalla inundaba de color en movimiento.