HAROLD MOSQUERA RIVAS
Como en los peores tiempos del conflicto armado colombiano, hoy no hay una sola familia de nuestro país, que no haya pasado por la tragedia de tener un pariente infectado de Covid-19, en muchos casos salvado de milagro y en otros desafortunadamente fallecido por cuenta de esa enfermedad. Cada familia carga su dolor, como aquellas que debieron sepultar a los caídos en medio del conflicto armado, militares, policías, guerrilleros, paramilitares, civiles, campesinos, líderes sociales, todos en diferentes formas.
Cada día llega con la noticia de nuevos muertos, que como en el tablero de clases, pareciera ir borrando a los muertos de los días anteriores. Hay familias que se quedaron sin el soporte económico, pues los fallecidos eran quienes con su trabajo sustentaban la economía del hogar, en otros casos, se fueron aquellas personas que llenaban de alegría y vitalidad cada encuentro familiar, muchos abuelos, personas afectadas por enfermedades crónicas, e incluso, algunas que gozaban de buena salud.
El Covid-19, como si fuera un loco furioso, no ha respetado nada. Para él, los besos, los abrazos y los afectos no tienen valor alguno, no considera importantes las relaciones sociales y desafía a las ciencias como queriendo llamarnos la atención sobre la forma como estamos asumiendo nuestro paso por el planeta. Nunca antes se habían cremado tantos cuerpos de seres humanos, jamás de manera simultánea se habían derramado tantas lágrimas por la misma causa y en todas partes.
No se conoce de otro tiempo en el que tantos políticos corruptos hayan sido retirados de sus cargos por cuenta de una enfermedad distinta a la corrupción. Por todo esto, creo que es necesario reencontrarse en las familias y los hogares, llenarse de razones para comprender a los otros y cambiar las discusiones, los gritos, las agresiones y las indiferencias, por las frases afectuosas y comprensivas, la solidaridad en todos los actos y quehaceres y la sumatoria de esfuerzos para llenar de paz y armonía cada hogar mientras encontramos la forma de restablecer la normalidad perdida, si es que eso es posible en el tiempo. Cada fin de semana, sin excepción, regreso a mi casa paterna en el barrio San Luis de Cali. Allí, junto a mi padre, mi hermana y sus dos hijos mellizos, compartimos las cosas sencillas de la vida, escuchamos música, recitamos poemas, contamos cuentos, adivinanzas, refranes, historias del pasado y de esta manera vemos pasar el tiempo en forma grata. Antes de la pandemia, nunca había conversado tanto con ellos, ahora comprendo el verdadero valor de cada minuto de integración. Como todas las familias, hemos padecido las muertes derivadas del Covid-19, padecemos el temor diario a la espera de la noticia de un nuevo muerto en nuestro entorno, que bien puede ser cualquiera de nosotros. Como en el famoso poema de Barba Jacob, tal vez bajo otro cielo, la gloría nos sonría. Pero mientras alcanzamos ese momento, aprovechemos el refugio en la familia para mitigar las penas de estos tiempos, los más tristes que recuerdo en toda mi existencia. Recordemos la sentencia de Rubén Blades, según la cual: familia es familia y cariño es cariño.