En noviembre de 1985, los colombianos tuvimos el dilema consistente en escoger entre salvar vidas o preferir la ”institucionalidad”. Se trataba de resolver la toma violenta del Palacio de Justicia por parte de la guerrilla del M 19, que pretendía “juzgar al Presidente de la República”. Había centenares de rehenes en riesgo de morir.
El entonces Presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, clamaba por todos los medios que “cese el fuego” y que se abriera una conversación para preservar las vidas y en la mitad de la Plaza de Bolívar el Coronel Plazas Vega ordenaba el uso máximo de la fuerza para “preservar la democracia, maestro”.
Eran las dos posiciones: una que pone por encima de todo preservar la vida y otra, para la que lo más importante y la obligación primera de las autoridades es preservar el “Estado”. Las mismas, que en resumen expresan las posturas del Sí y el No frente al acuerdo alcanzado para dar fin a la guerrilla de las Farc. Los del Sí privilegiamos la protección de la vida humana, los del No la de las “instituciones”.
El Coronel Plazas Vega, que como la representante María Fernanda Cabal, ambos hoy en el mismo Partido que lidera el voto por el No, entendió que el ejército es una “máquina letal”, que “no entra preguntando sino que va directo a matar” y el resultado final fue: el Palacio de Justicia en cenizas y 98 cadáveres calcinados.
Después se negoció con el M 19 y se logró el resultado que muchos hubiésemos querido para las personas que estaban en el Palacio de Justicia: que se preservara la vida, que la confrontación con esa guerrilla no produjera más víctimas. El sacrificio de las 98 personas que murieron en el Palacio fue infructuoso, como lo suele ser todo sacrificio que se plantea para “defender la institucionalidad” y exclusivamente con ese propósito.
Ahora se nos plantea la misma disyuntiva y hay quienes, con los mismos argumentos de Plazas Vega, nos invitan a decir que No, aún si con esa decisión se ponen en riesgo vidas humanas, con tal de preservar “las instituciones”. Dicen que con el acuerdo se rompe la esencia del estado de derecho y otras exageraciones sin sustento y que por tanto el costo que hay que pagar es muy alto, como si el precio de la confrontación no se contabilizara en vidas humanas y por lo tanto siempre fuese más alto que el que se pague por terminar el conflicto.
A lo largo de la historia reciente de Colombia ha habido dilemas parecidos y los resultados han sido buenos cuando se ha puesto por encima el valor de la vida. Aún en negociaciones conceptual y metodológicamente mal planteadas, como la que se hizo con los paramilitares se ha justificado el acuerdo por disminuir el número de muertes violentas. Basta con mirar la curva de la tasa de homicidios en Colombia y cruzarla con el mapa de presencia paramilitar para ver que esas muertes que nos ahorramos justificaron el acuerdo y que aún con rezagos como las bacrim, la sociedad colombiana está mejor con la desmovilización de las AUC que si eso no se hubiera logrado.
He escuchado con atención los argumentos de los del No, exagerados, sofísticos, incluso mentirosos, pero independientemente de ello y en gracia de discusión aún si fueran válidos no justifican suficientemente las vidas que habría que sacrificar para lograr esa especie de “acuerdo ideal” que predican querer.
Este proceso de La Habana ya se justificó con las muertes de soldados y policías que hemos evitado durante los últimos quince meses en los que ha estado vigente la tregua unilateral de las Farc y durante las semanas de cese bilateral, las cuales se calculan en aproximadamente 400. Los que han hecho campaña diciendo que el acuerdo es inaceptable porque “iguala a la fuerza pública con la guerrilla”, además de afirmar una falacia, consideran un precio pagable la muerte de centenares de soldados y policías cada año.
Pero además, si se trata de preservar las instituciones nada más eficaz que detener el conflicto y someter a la constitución y a la ley a quienes durante 50 años estuvieron alzados en armas contra el orden establecido. Nada que exprese mejor el humanismo inserto en nuestro texto constitucional adoptado en 1991 que privilegiar la vida y la dignidad humana, nada más eficaz para garantizar que no haya niños reclutados que acabar con la guerrilla, nada posibilita más la garantía de los derechos de las víctimas que el acuerdo, nada mejor para la seguridad que tanto pregonan que quitarle las armas a miles de personas que las poseen ilegalmente y las usan en contra de los derechos de los demás, nada que dignifique más un ejército que proteja la vida y no que entre a matar.
Esas convicciones profundas son las que impulsaron al equipo negociador del gobierno para perseverar y persistir en medio de todas las dificultades, sacrificios e incomprensiones hasta lograr éste acuerdo que nos tiene al borde de parar una guerra que parecía imposible de detener.
Gracias a Humberto De la Calle, sin grandilocuencia, uno de los hombres más valiosos de la historia contemporánea de Colombia, a Sergio Jaramillo, quien con rigor condujo una juiciosa, disciplinada y documentada tarea como pocas se han hecho en una oficina estatal y a las valiosas condiciones humanas de todo el equipo que se empeñó en lograrlo. A los generales Mora y Naranjo por su coraje y rectitud, cuando tenían el uniforme y ahora cuando –en las condiciones más adversas- se sentaron con la convicción de que este es el verdadero triunfo. A ese grupo maravilloso que La Silla en buena hora revela para que los colombianos sepamos a quién también les debemos esta oportunidad de cerrar un capítulo que ha sido obstáculo enorme para nuestro desarrollo y causa de frustración de sueño y abrir uno nuevo con lo que eso significa en esperanza e ilusión.
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