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ROBERTO RODRIGUEZ FERNÁNDEZ
Ante los incumplimientos y las propuestas engañosas de la paz, y ante la falta de paz en muchos lugares de nuestra región, debemos seguir creyendo en la paz y ayudar a construirla, pero reconceptualizándola.
En primer lugar, no podemos retroceder en lo poco que se ha logrado hasta ahora en con el Acuerdo de Paz, y debemos seguir exigiendo el cumplimiento de los programas propuestos.
Al tiempo, tenemos que realizar nuestra parte (lo que podamos, nadie está obligado a lo imposible) para derrotar las violencias políticas que buscan volverse permanentes.
Necesariamente tendremos que desarrollar los contenidos de una “democracia real”, con proyectos con inclusión social real; trabajar porque existan mayores controles del Estado a las criminalidades (pero no para el apoyo o complicidad con los necropoderes); defendiendo a fondo y a riesgo los derechos humanos, los civiles y políticos, los económicos, sociales y culturales, y los de la solidaridad y el medio ambiente y desarrollo (humano).
Igualmente tendremos que promocionar los planes y propuestas de las Organizaciones Sociales y Comunitarias (la parte de nuestra sociedad que se moviliza), valorando sus concepciones, intereses, sus logros, sus soluciones a los problemas, sus metodologías de trabajo.
Una propuesta viable pero debatible: es necesario desarrollar un concepto ampliado de “orden público”. En nuestro teórico Estado Social de Derecho, con violencias y violaciones reales, el orden público ha sido entendido como sinónimo de violencia política, terrorismo, protestas y enfrentamientos armados. Con ello las protecciones se han invocado para el Estado y sus instituciones y no para las personas y comunidades, a pesar del lenguaje de “prosperidad general y libertades y derechos dentro de unos valores y principios”.
La convivencia ordenada y pacífica ha sido definida por normas, como las leyes de orden público o de seguridad y defensa, los códigos de policía, y –por sobre todo- por las normas de excepción. Ellas definen lo que se debe entender por orden público, y atribuyen al Presidente la función de garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos, designándolo como autoridad máxima (policiva y militar) en el manejo del orden público. Los Gobernadores y los Alcaldes serían sus agentes.
En otras palabras se trata de un concepto militarizado, que concibe la protección de las fuerzas armadas en forma excluyente, fuerzas que terminan manejándolo todo en unos “los escenarios de operaciones” en los que se convierten en Autoridades Políticas, incluso –o precisamente para ello- por sobre la civilidad. Todo este militarismo atenta realmente contra la “seguridad ciudadana” en las regiones, en las que no se aceptan autonomías ni siquiera para el respeto de los derechos humanos.
En conclusión, proponemos diseñar políticas públicas locales de seguridad ciudadana, a cargo de los Gobernadores y los Alcaldes con quienes llegarían a acuerdos las organizaciones sociales y comunitarias para el manejo del orden público, entendiendo dicha seguridad como un derecho y un servicio público (financiado por el Estado), y con cubrimientos estrictamente regionales y locales.
Manejar un concepto amplio de orden público permitiría que el gobierno central cumpla con sus deberes constitucionales de seguridad, defensa y estabilidad de la soberanía interna; y permitiría a Gobernadores y Alcaldes -con programas financiados- cumplir con otras obligaciones de seguridad ciudadana, como anticiparse a hechos violentos, desarrollar políticas públicas para controlar los delitos contra la vida, la tranquilidad y los bienes ciudadanos.
Con todo esto, podríamos creer y construir paz territorial en la realidad.
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