La paz chocoana

Ana-María-RuízAna María Ruiz P.
@anaruizpe

El 24 de agosto de 2016 no salí a ninguna plaza, ni me abracé con un colectivo de esperanza, pero de haber estado en Bogotá con seguridad lo habría hecho; soy de una generación que cree en la movilización como expresión contundente de ciudadanía, creo en el poder de la alegría común. Con los plantones, las pancartas y las consignas emocionadas también se hace una nación, quién dijo que es solo el dolor lo que nos forma.

Esta vez no tuve tiempo para la euforia. Horas antes del anuncio aterricé en el sopor del mediodía de Quibdó, que completaba en ese momento 7 días de paro general. No había ningún comercio, colegio ni oficina abiertas, todas las puertas cerradas, droguerías, bancos, restaurantes. El aeropuerto era el único lugar donde las cosas parecían normales, y algunos taxis desde ahí prestaban servicio, pero fuera de ahí reinaba en las calles una calma inusitada, la capital de Chocó no era el usual hervidero de motos, gente, música y sudor de cualquier día entre semana.

El hotel estaba cerrado, timbré y me abrió un chico que cerró la puerta tras de mi. Hay que tener las puertas cerradas, me explicó, es lo que ordena el paro. Intenté saber, necia capitalina, porqué era así y qué pasaría si la dejaran abierta. La respuesta me la dieron pronto mirándome a los ojos: todos acogemos el paro.

Los quibdoceños se enteraron de la noticia de la firma del Acuerdo Final por la televisión y la radio bogotanas, que nada decía de ellos y su parálisis. También a eso están acostumbrados, ya saben que si no hay violencia sus paros no pasan por la prensa nacional. No hay chocoano que no recuerde al menos un paro general, con o sin vías de hecho, con o sin desorden público; en esta ocasión el paro, que apoyaron desde la diócesis, la administración y el magisterio, se cumplió hasta en la última tienda de Quibdó, sin ningún disturbio más que una que otra llanta quemada en la mitad de una calle que nadie intentaba transitar.

Antes que las noticias de la euforia nacional por la firma del Acuerdo, en Quibdó esperaban pacientemente la firma de su propio acuerdo, el resultado de su negociación por las carreteras, los servicios de salud, de educación y saneamiento básico que nunca en la historia ningún gobierno les ha cumplido.

Sin embargo, que no hayan celebrado con chirimías la firma de La Habana es una cosa, y otra que no tengan una posición clara frente al tema. Tanto para los negociadores del paro, como para la gente en general, es una certeza colectiva que la esperanza en el bienestar se acrecienta ante la oportunidad de vivir con una guerra menos en su territorio. Desde el lanchero hasta el gobernador, de Juradó a Pizarro, en el Atrato y en el Baudó, los chocoanos sienten enorme felicidad ante la expectativa de la paz.

Bojayá es emblemático del horror de la guerra; pero para miles de chocoanos, ese es solo un hecho más de la infinidad de momentos que tiñeron de rojo los ríos y las selvas. Las tomas guerrilleras, las devastadoras retomas paramilitares y la crudeza del desarraigo de pueblos enteros, generaron por décadas una hecatombe social; tras la excusa de la guerra se escondieron la incompetencia y la corrupción de los funcionarios chocoanos y la desidia del gobierno nacional.

Finalizada la excusa, en el Chocó las cosas pueden comenzar a cambiar. Cuando el gobierno nacional firma el acuerdo con el paro, sabe que hoy no tiene chequera y solo puede comprometer vigencias futuras; pero que en esta ocasión hay fondos de paz que desde llegan del mundo para ayudarle a Colombia a construir desarrollo y generar bienestar ahí donde la guerra inmovilizó y aisló. Esto no significa que todos los puntos del eterno pliego chocoano ahora se van a cumplir como por arte de magia; lo que indica es que terminada la excusa de la guerra, los fondos aunque pocos, pueden empezar a ser invertidos de manera más apropiada, directa y transparente.

Hechos inusuales comienzan a verse. Por ejemplo, al día siguiente del Acuerdo Final llegó al Norte del Chocó la Embajadora de la UE, acompañada de funcionarios de tres ministerios, para constatar de primera mano con los alcaldes y las organizaciones sociales la destinación eficiente de los recursos que los países europeos aportarán para el posconflicto en ese territorio.

“La de la paz es la única guerra que vale a pena dar”, me dijo un habitante de Bahía Solano mientras escampábamos el tercer aguacero del día, “en este departamento no hay razón para votar diferente al Si”, concluyó. En su sonrisa generosa me ratificó que, para hacer un mejor país, solo tenemos que estar convencidos de que podemos lograrlo. Si el Chocó cree en la paz, todos podemos hacerlo.