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    La pandemia para Eyleen

    HAROLD MOSQUERA RIVAS

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    Eyleen es una niña, cuenta 46 meses de edad, es decir que, en 2 meses cumplirá sus primeros cuatro años de vida. Desde que el Gobierno Nacional decretó el confinamiento, por Decreto 457 de 2020, a partir de las 00 horas del 25 de marzo del presente año, su vida, como la de todos cambió. Desde entonces, se levanta a las 6 de la mañana a reclamar de manera insistente, que la bañen y le pongan el uniforme para que el vehículo de transporte escolar la lleve por la ruta que conduce a su querido colegio. Sin embargo, todos los días, la respuesta es la misma, hay un virus muy peligroso y no se puede salir.

    La clase se hará por el computador. Esa respuesta produce el primer llanto del día de la niña. Que a su edad solo sabe utilizar las lágrimas para protestar contra todo aquello que no le parece. Cuando se cansa de llorar, toma unos juguetes y se divierte mientras llega la hora de la clase virtual. Ya en la clase, se desespera porque la teacher no atiende su pedido de palabra, que cada vez se convierte en grito. Su Papá ha silenciado el micrófono, por solicitud de la docente y, en consecuencia, la profesora no la escucha, ella, ante la indiferencia de la docente que, en clase siempre escucha sus solicitudes de palabra, rompe en llanto por segunda vez en el día. Se retira de la clase, ofendida y muy molesta, con cara de pocos amigos, hasta que el paso del tiempo la anima a regresar a clases. Sus compañeros están consumiendo sus loncheras, cada uno muestra a los otros su alimento. Eyleen disfruta su refrigerio y soporta con paciencia estoica el resto de lo que para ella es una clase aburrida, pero obligatoria. Al final de las clases, se ocupa de hacer las tareas asignadas y deja todo listo para el día siguiente, en el que, espera por fin, poderse poner el uniforme, subirse al transporte e ir a su querido colegio. Ella no sabe que hay millones de niños en el mundo, que no reciben clases por el computador, porque en sus hogares no hay uno, tampoco un teléfono celular, ni siquiera hay lonchera. Sin embargo, esos niños, de los que Eyleen no sabe nada.

    Se pasan todo el día corriendo y jugando en medio de las dificultades y carencias de sus hogares. Sus padres no tienen dinero, hay poco mercado, recibido luego de colgar un trapo rojo en la única puerta de la casa, el cual se estira para que dure toda la semana. Nadie sabe cuándo volverán a recibir otro mercado. Tampoco se sabe cuándo volverán a trabajar los padres que viven de la informalidad. Esos pequeños, quizás mucho menos agobiados que Eyleen, por la situación que les ha tocado vivir, se pasan los días de la pandemia, sin derramar una lágrima, a pesar de tener, a diferencia de Eyleen, motivos más que suficientes para llorar. Pero para ellos, a su corta edad, está claro que: con lágrimas no se curan heridas. Todos esos niños, deberán esperar también a que superemos esta crisis, para asumir, el nuevo mundo que el Coronavirus les deparará. Que Dios bendiga a todos los niños del mundo durante el resto de esta pandemia y de sus maravillosas existencias.

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