La ópera de la guerra

JUAN CARLOS PINO CORREA

[email protected]

Un 28 de junio, hace hoy exactamente cien años, Gavrilo Princip, un joven extremista serbio asesinó en Sarajevo a Francisco Fernando, Archiduque de Austria-Hungría, y a su esposa, la duquesa Sofía Chotek. Ese hecho fue el detonante para la Primera Guerra Mundial, pues el imperio austro-húngaro intentó en el mes siguiente invadir Serbia y rápidamente los distintos países fueron tomando posición a favor de uno u otro bando. El historiador Eric Hobsbawm señala que en esa guerra “participaron todas las grandes potencias y todos los estados europeos, excepto España, los Países Bajos, los tres países escandinavos y Suiza. Además, diversos países de ultramar enviaron tropas, en muchos casos por primera vez, a luchar fuera de su región”. Así inicia esa barbarie que dejó millones de muertos.

Sobre este tema he leído hace poco una novela corta del escritor francés Jean Echenoz titulada 14, una joya literaria de apenas cien páginas que cuenta no los detalles políticos y militares de esta gran guerra sino la manera como es vivida por unos jóvenes provincianos franceses, algunos de los cuales pensaban que “será cosa de quince días como mucho”. Y cuenta cómo, a medida que se incorporan a los regimientos y al frente de batalla, las condiciones se hacen más difíciles para Anthime, Padioleau, Bossis, Arcenel y los demás combatientes. “Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en la zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre”.

Unos muertos, otros mutilados física y mentalmente, otros desaparecidos, otros enloquecidos, otros ciegos, otros fusilados por su propio ejército: la guerra termina siendo para todos un infierno. Ni los combatientes ni sus familias volverán a ser los mismos después de los más de cuatro años que dura la guerra. Europa tampoco volverá a ser la misma. Hobsbawm plantea que “si uno de los grandes ministros y diplomáticos de períodos históricos anteriores se hubiera alzado de su tumba para observar la primera guerra mundial, se habría preguntado, con toda seguridad, por qué los estadistas sensatos no habían decidido poner fin a la guerra mediante algún tipo de compromiso antes de que se destruyera el mundo en 1914”. Pero lo único cierto e irrefutable, quizás, es que la humanidad nunca se cansa de guerras y de muertes, la humanidad nunca se cansa de derramar sangre, de enviar a los jóvenes a la piedra del sacrificio. Las razones pueden ser unas u otras, insensatas por lo general, pero nadie parece dispuesto a detener la barbarie.

Esa barbarie ha sido escrita y reescrita en muchas ocasiones, como nos lo recuerda con dureza el propio Echenoz en su novela: “Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa”.

¡Qué triste que, con la ópera de la guerra, la humanidad demuestre una y otra vez que es cultora incorregible de sus más bajos instintos y de sus más pavorosas miserias!