Por: Juan Carlos Iragorri
Desde el pasado 19 de noviembre, cuando el director del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (MET), Thomas Campbell, manifestó que esa entidad había adquirido por 2,2 millones dólares la Corona de la Inmaculada Concepción, una joya elaborada en Popayán y sobre la que gira una historia fascinante, han vuelto a aparecer notas de prensa donde priman la leyenda y el mito en vez de la verdad y el apego a los hechos. Por eso no queda más remedio que recordar qué pasó exactamente y pedirle a tanto articulista exagerado que más bien se dedique a escribir novelas.
No se sabe a ciencia cierta quién compró no solo el oro sino las 279 esmeraldas de esa alhaja deslumbrante, ni quién pagó el trabajo a los orfebres que la elaboraron. Algún historiador llegó a afirmar que una tal Catalina de Oñate, señora nacida en Nicaragua, legó un dinero en un testamento firmado en 1605. Mentira. La directora del Archivo Histórico José María Arboleda Llorente de la Universidad del Cauca, Hedwig Hartmann, se tomó hace unos años el trabajo de publicar el documento de la señora De Oñate donde no se lee, até- rrense, una sola sílaba sobre la corona.
Otros personajes no tuvieron reparo en advertir que la corona había sido donada por un hombre acaudalado en el siglo XVI para agradecerle a la Virgen de la Inmaculada Concepción, venerada en la Catedral, que Popayán hubiera escapado a una letal epidemia de viruela. Mentira: la enfermedad no existió en los años señalados. Tampoco tuvo ni tiene la corona, como argumentan otros más, la esmeralda del inca Atahualpa, ejecutado por Francisco Pizarro en el Perú y cuyo tesoro se supone trajo hasta estas tierras Sebastián de Belalcázar, el fundador de Popayán, que peleó junto al conquistador nacido en Trujillo (Extremadura).
Pero eso no es nada. Si de exageraciones se habla, constan otras dos literalmente de pelí- cula. La primera: que los piratas ingleses, entre los cuales se hallaba Francis Drake, tomaron por asalto a Popayán y se robaron la joya, que les fue arrebatada, tras batallas sangrientas, por el mismísimo Simón Bolí- var. Y la segunda: que el zar Nicolás II, antes de ser ejecutado por los bolcheviques en 1918, encargó a un emisario para que viajara al Cauca con mucho dinero para comprarla. Mentiras: jamás vieron Popayán o Guapi corsarios ingleses comiendo chontaduro en estas tierras; Bolívar nació casi 200 años después de la muerte de Drake, y nunca que se sepa caminó por el Parque de Caldas un enviado de la Rusia imperial.
Y hay más mentiras. Se ha escrito que la corona salió de Colombia rumbo a Nueva York, por orden del mayordomo de la Cofradía de la Inmaculada Concepción, Manuel José Olano Borrero, escondida en la caja de un sombrero de copa que llevaba Luis Carlos Iragorri Peña, mi abuelo, a bordo de un barco que zarpó de Buenaventura y que arribó en Nueva York. Mentira. Mi abuelo –abogado a toda prueba, destacado senador por varios años, embajador de lujo y con el que Popayán tiene varias deudas impagadas– llevaba en su bolsillo el permiso del Papa, la autorización de la Junta del Control de Exportaciones, el manifiesto de aduanas y el avalúo. Y guardó la joya, con arreglo a la ley, en la caja correspondiente. ¿Acaso iba a ser tan tonto de subirse a un barco con la corona puesta?.
En fin: la historia auténtica de la Corona de la Inmaculada Concepción es más simple de lo que parece. “Sobre la joya ha habido muchas versiones falsas”, dice la doctora Hartmann. Y es que, en efecto, la primera noticia veraz sobre la existencia de la joya es de 1801, cuando el arzobispo de Popayán, Ángel Velarde y Bustamante, la incluyó en un inventario que redactó sobre lo que custodiaba Manuel Ventura Hurtado del Águila y Arboleda, presbítero adinerado y mayordomo de la Cofradía de la Inmaculada, establecida en el siglo XVI por voluntad última de Belalcázar.
Fallecido Manuel Ventura, el cargo pasó a su sobrino Nicolás Hurtado, de este a su hijo Vicente y de este al marido de su hermana Liboria Hurtado Mosquera, Antonino Olano Olave. El hijo de Antonino, Tomás Olano y Hurtado, que también heredó el título, fue quien decidió vender la corona no solo porque temía que se perdiera, pues en las guerras civiles había corrido peligro, sino para destinar el dinero a construir en Popayán un asilo de ancianos que sería controlado por las Hermanitas de los Pobres. Le pidió permiso al Nuncio, que le respondió que, con respecto a la joya que Olano guardaba “en depósito”, se dirigiera al Papa.
Olano accedió, le expresó por escrito a Pío X, con el respaldo del arzobispo Manuel Arboleda, que la corona le había sido regalada por Manuel Ventura Hurtado a la Virgen de la Concepción, y el Vaticano le contestó de esta forma el 17 de junio de 1914: “El Santo Padre Pío X, después de haber tenido conocimiento de la petición que respetuosamente le presentó el señor Tomás Olano y H. de Popayán, patrono y síndico de la cofradía local de la Inmaculada Concepción, y de la recomendación que a la misma añadió el ordinario Mons. Arboleda se ha dignado benignamente autorizar al orador susodicho para enajenar la preciosa corona de oro de la Virgen Inmaculada, dejando al prudente juicio del mencionado Mons. Arboleda las modalidades y condiciones tanto de la enajenación como de la nueva institución”
Fallecido Tomás Olano y Hurtado, su hijo Manuel José Olano Borrero, que cuidaba celosamente de la corona, tomó la determinación de avaluar la corona para después venderla según lo autorizado. Llamó a Luis Carlos Iragorri, que junto con Fernando Olano Angulo, hijo del propio Manuel José, condujo la corona a Nueva York. Iragorri regresó al poco tiempo
Y aquí surge un dato desconocido hasta ahora. Cuando Iragorri estaba en Nueva York, recibió una escrita el 1 de marzo de 1934 por su íntimo amigo el poeta Guillermo Valencia. “No sé por qué ha querido guardar tanto silencio conmigo respecto a la corona que llevó a Nueva York, temeroso sin duda de que el payanés amante de las vejeces de su tierra reaccionara contra su menoscabo”, le decía en alusión a sí mismo. Y añadía: “Estuve informado desde Cali de todas las gestiones hechas contra los pasos que usted iba a dar A estas horas no sé cómo resolvió el asunto, pero sí estoy seguro de que usted, cuando recibió el encargo y se puso en camino tenía ya bien estudiado y previsto todo: lo verosímil, lo falso, lo posible y lo imposible. Ojalá Manuel José y los suyos hayan podido conseguir lo que deseaban”. Eso significa tres cosas: que Valencia desaprobaba le venta; que sabía de la prestancia jurídica de Iragorri y que esperaba que Manuel José Olano lograra lo que quería.
Más adelante, vino un famoso pleito. El arzobispo de Popayán, Maximiliano Crespo, al ver que Olano no le entregaba la corona, demandó judicialmente la restitución. El Juez Tercero del Circuito de la ciudad, Daniel Solarte, aceptó la tesis de la curia en sentencia del 20 de marzo de 1937, y al final tanto Olano como el arzobispado llegaron a un arreglo. Parte del dinero de la venta de la corona se invirtió en la construcción de edificios para la Iglesia.
La corona, entre tanto, pasó de un coleccionista a otro no solamente en Estados Unidos sino en Europa. Los esfuerzos de algunos gobiernos colombianos por recuperarla no dieron resultado. Quien quiera verla deberá ir ahora al MET, el museo con la colección de arte más completa de Estados Unidos. ¿Es eso bueno o malo? La polémica está ahí. Y mientras se resuelve, es de esperar al menos que quien le meta el diente a la historia busque documentos fidedignos y deje de inventar leyendas.
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