En mi pasada columna hice referencia a un concepto de Spengler que hablaba del ALMA de la ciudad. Concepto,que en un mundo “desespirtitualizado” como es el mundo contempraneo,puede resultar no solamente anacrónico, sino hasta estrafalario para ese lenguaje con el cual se expresa la supuesta ciencia social, que por lo general ha terminado convertida en una jerga tecnocrática, positiva y empírica, donde la dimensión de lo espiritual o lo no cuantificable, parece no tener cabida ni significado alguno. Pero quizá, y precisamente por ese rechazo a lo no cuantificable, es que esa supuesta “ciencia” y el supuesto “conocimiento” que de ella se deriva, se nos vuelve un saber puramente descriptivo y fragmentario y sin capacidad de explicar los fenómenos esenciales y definitivos asociados a la naturaleza de lo humano y de lo histórico.
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Sin duda que el concepto de ALMA es equívoco y problemático. Es más, puede tratarse de un concepto enigmático, un concepto ornamentado con resonancias de misterio que induce a imaginar que proviene de los universos exclusivamente filosóficos o religiosos. La precaria extensión de una columna de prensa nos impone eludir lo que implica la discusión de ese complejo y milenario tema. Por ahora, simplemente aceptamos que las ciudades tienen un Alma. Y apelo a uno de mis aforismos (que también son Violondrinas) “Solo el que tiene alma tiene el privilegios de creer en ella y de sentirla”.
Antes que nada, el alma de la ciudad es una realidad colectiva. Una realidad que se expresa en simbologías colectivas, en elementos de orden espiritual que identifican y aseguran para los seres que habitan la ciudad un claro y evidente sentido de pertenencia afectiva y emocional; que los compromete con un destino y un proyecto igualmente de naturaleza colectiva que se corresponde con un proceso histórico, donde tanto la ciudad como sus ciudadanos reafirman y encuentran un imaginario unificante en torno a valores que se aceptan y comparten reforzando los lazos del solidaridad y la convivencia social.
La configuración del alma ciudadana necesariamente se corresponde con un proceso histórico. Tiene un proceso de surgimiento, de consolidación,de evolución y desarrollo en las coordenadas del tiempo y la cultura. No se trata de una realidad estática, no es algo dado para siempre. Es una realidad dinámica y cambiante. Realidad que de muchas formas prodiga y propicia de manera continua pero cambiante el sentimiento de unidad y de pertenencia. Su surgimiento y consolidación se encadena siempre a un proceso colectivo ejecutado, consciente o inconscientemente, en esencial por actores anónimos y por fuerzas abstractas que condicionan el comportamiento humano. Una ciudad no es la creación de una sola voluntad individual ni la pretendida creación de unas cuantas familias que pretenden tener papeles Adanicos.Se trata de un simplismo y de una ingenua grosería conceptual suponer que una ciudad puede configurarse y tener realidad y existencia a partir de la ridícula pretensión de algunos sujetos que imaginan en sus ilusorios delirios de falsa importancia que la ciudad pueda pertenecerles. Lo digo por ciertas gentes de Popayán que así han pretendido imaginarlo en no pocas ocasiones. Ni las familias de los Medicis, en la opulenta y pretérita Italia, que protegían y embellecían sus ciudades, llegaron a ese estado delirante y risible.
Para hablar de la actual tragedia de Popayán, y en especial, para hablar del ALMA de Popayán, es un imperativo –además de ético- de simple rigor histórico y sociológico hablar y recordar y, hasta reconstruir en lo posible, el largo y tormentoso proceso histórico de la ciudad hasta llegar a su presente, donde la ciudad y su Alma colectiva parecen enfrentadas a una oscura descomposición de todo orden. Y por supuesto esa mirada histórica tiene que ser mirada fundamentada y documentada. Debe ser mirada con verdad y comprensión crítica.
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