Los entendidos en la constitución del 91, dicen que con ella, se dejó atrás el viejo estado liberal, donde eran los funcionarios, los que tenían la última palabra en las decisiones y en la definición del fin de los actos públicos, del bien común.
Dicen, estos mismos entendidos, que con el advenimiento de la constitución del 91, la participación de la gente del común, que suelen a veces llamar ciudadanos, se ampliaba para tomar parte en las decisiones, que en palabras nuevas se denomina concertar, en la veeduría sobre los recursos públicos y demás. La democracia participativa que va más allá de la democracia representativa.
Todo eso está bien decirlo, pero…
Con el prurito de que el alcalde o el gobernador son los ordenadores del gasto y en últimas los directos responsables de la ejecución pública, por doquier la única bestialidad reinante es la voluntad del mandatario de turno.
Por ejemplo, hace, exactamente, 18 meses no funciona el Consejo Municipal de Cultura de Piendamó, y por lo que conozco tampoco funcionan, hoy en día, el de Cajibío, el de Morales, el de Caldono, el de Silvia, el de Totoró, el de Suárez, Gabriel López.
Para ir un poco más lejos, nunca ha funcionado el Consejo Departamental de Cultura del Cauca, como tampoco que se sepa han funcionado los comités nacionales de arte, todos ellos, concebidos en un mamotrético Sistema Nacional de Cultura.
La razón es muy sencilla. Cada gobernador manda en su nido y cada alcalde en su afán. Las autonomías territoriales hacen que los propósitos nacionales, por encomiables que sean, se conviertan en lo de siempre: saludos a la bandera.
Los sectores culturales medianos, pequeños, suburbanos y rurales, muchas veces, esperanzados con la escudilla extendida esperando los consabidos estímulos nacionales ni siquiera intentan confrontar estas “autonomías liberales”, pues en fin de cuentas, el presupuesto cultural ya está repartido entre las preferencias sociales y económicas de las minorías selectas o en su defecto para los boatos de la identidad cultural de las parrandas que se aproximan.
Los derechos de petición van y vienen y la cenicienta del paseo sigue tan cenicienta como en los tiempos de Perrault.