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Por: Andrés Mauricio Muñoz
En estos ámbitos, los de la creación y la crítica, Johann Rodríguez-Bravo se destacó como ningún otro de su generación en Popayán. Aunque sólo publicara un libro, el titulado «Aquella vida de mago y otros relatos» (Axis Mundi, 2004), luego de su prematuro fallecimiento, han aparecido las novelas «Ciudad de niebla» (Lima, 2006) y «Seis versiones sobre Ernesto Varona» (Bogotá, 2011). La Universidad Icesi auspició la edición no venal de «Metafísica del asesino y otros cuentos» (Cali, 2009), libro compilatorio de todos sus relatos, con prólogo de Harold Kremer.
Popayán ciudad libro 2018 celebrará su memoria con un homenaje a una de las voces más importantes de la actual narrativa colombiana.
Me resulta curioso, incluso me perturba, mirar las fotos de Johann, como lo hago justo ahora mientras procuro articular unas palabras sobre él, decir algo que siempre ha estado reservado a mis nostalgias más íntimas. Cada vez lo veo más niño. Se quedó para siempre en sus veinticinco años, desde donde nos ve envejecer, con picardía exacerbada, como si de una de las bromas de sus personajes se tratara. Pero también me doy cuenta de que con el tiempo se me revela mejor la verdadera dimensión de lo que él representó para muchos de sus amigos, sobre todo para quienes seguimos fieles a esa devoción de escribir que él nos dejó contagiada. Él no lo consiguió, la vida no se lo permitió, porque murió de un aneurisma a esos veinticinco años de la foto, mostrándonos a todos que no hay nada más arbitrario que la muerte, pues jamás repara en quién es al que se lleva consigo.
Lo conocí en la librería Biblos de Bogotá. Se me acercó y aseguró que me había leído. En un primer instante me entusiasmé, porque era la primera vez en la vida que un lector se me acercaba. En aquel momento solo tenía una novela publicada, con un tiraje modesto de no más de trescientos ejemplares, los cuales, en su mayoría, estaban en casas de familiares y amigos. Pero después descubrí que no se trataba de un lector, aunque lo era, uno de los más voraces que he podido conocer en la vida. Johann era amigo de mi primo Carlos Mauricio, de tal manera que también era payanés. Cuando lo dijo se desvaneció mi entusiasmo, pero le dio paso a otro un poco más cauto.
A raíz de este encuentro me invitó a una tertulia que él había organizado, en la que se leía, se hablaba de libros y se tomaba vino. Los miembros eran amigos suyos y compañeros de la maestría en literatura latinoamericana de la Universidad Javeriana. Johann era economista, nada que ver en su formación con las letras, pero un par de años atrás había decidido que escribir era lo que quería hacer en la vida. Y lo hizo, aunque la muerte se lo llevara temprano. Publicado dejó el libro de cuentos «Aquella vida de mago y otros cuentos», y su novela «Ciudad de Niebla», que estaba en imprenta mientras él moría, vio la luz unos meses después de su partida. Póstumamente le siguieron el libro de cuentos «Metafísica del asesino», así como la novela «Seis versiones sobre Ernesto Varona», que había sido premiada en España dos años antes de morir.
Pero en los comienzos de aquella tertulia poco sabíamos de ese fervor con el que él escribía. Fuimos descubriendo, eso sí, esa capacidad suya para analizar con un rigor inusual las obras que leía; también su vehemencia para defender los autores que para él eran tutelares. Varias veces lo vimos enfrascado en discusiones con la poeta mexicana Almakarla Sandoval, o el ensayista Sebastián Pineda, porque no lograban dirimir un asunto literario. Eran discusiones amistosas, claro, pasadas por risas, pero en las que Johann no hacía ningún tipo de concesión, pues estaba sobre la mesa justamente la literatura, que era su mayor pasión. Estar en aquellas sesiones me deslumbraba por completo, ya que era el primer círculo intelectual al que pertenecía. Recuerdo ver a Johann casi acostado sobre su butaca. La espalda hacia atrás, los pies estirados, su incipiente melena que le caía a los costados de la cara, mientras él trazaba figuras imprecisas en el aire al hablar de Vila Matas, Juan Villoro o el maestro Germán Espinosa, que además eran sus grandes amigos, seducidos por la tenacidad de un joven que los leía con el rigor de un crítico curtido por una vida dedicada al oficio.
Estoy seguro de que para muchos esos espacios semanales, instaurados por Johann, fueron definitivos, como lo fue el hecho mismo de conocer a alguien tan entusiasta como él. Almakarla escribió sobre esto en su diario literario: “3 de Abril de 2005. Acabamos de salir de un chuzo maloliente en la séptima. Johann bebió de más. Jorge y yo lo llevamos a su casa en un taxi caro, sospechoso. Llegué a casa y pensé en «Los detectives Salvajes». Tengo dos amigos nuevos, he encontrado a mi Arturo Belano, a mi Ulises Lima. ¿Y yo? Yo soy García Madero, hasta tengo un diario que no lo es y soy una chica”.
Unos meses después la tertulia se detuvo, porque Johann debió viajar a Buenos Aires para atender una beca que ganó en la fundación Mempo Giardinelli. Supongo que él acudió a ese seminario como si fuera al paraíso mismo. De hecho en su diario encontré esta nota: «En dos días que lleva el seminario, me he dado cuenta, con todo el orgullo del mundo, que algo he leído de literatura. Me siento a la altura de los demás participantes y eso que ellos son todos estudiantes de doctorado. No sé, quizás he leído más de lo que debería. Mi cabeza debe estar llena de letras y tal vez no de muchas experiencias de vida. Este viaje es algo diferente, aunque sea un viaje literario». Justo de Giardinelli nos había hablado un par de meses atrás, de su novela «Luna caliente», que había producido en él una fascinación inusual. Así lo dijo, lo dijo él, a quien todo le fascinaba cuando de buena literatura se trataba.
Allá conoció personalmente al escritor argentino Salvador Biedma, con quien había comenzado a colaborar en la revista de cuento «Mil Mamuts» desde hacía algún tiempo; pero también conoció a Amy Wentworth, el amor de su vida, pues aunque suene irónico, Johann es de los pocos que puede decir que a sus veinticinco años amó para toda la vida. Le escribí a Salvador Biedma, quien suele hacer para Johann pequeños homenajes en sus redes sociales, y en algunos artículos que ha escrito, para saber cómo lo recordaba después de doce años desde su fallecimiento. Biedma me dice:
“Se hace difícil, con el pasar de los años, pensar en alguien que murió demasiado joven. Johann y yo teníamos prácticamente la misma edad. El tiempo siguió pasando para mí y no para él, que tenía un gran presente literario con apenas veinticinco años: su libro de cuentos, dos novelas finalistas en concursos. Siempre pienso en él y sigo leyendo libros que sé que le gustaban; hace poco vi «Santo oficio de la memoria» y pensé en leerlo, sobre todo, porque sé cuánto lo disfrutó. Como la mayoría de los buenos escritores, él era un lector interesantísimo. Cuando nos conocimos en Buenos Aires (nos habíamos hecho amigos por mail, trabajando juntos en la revista «Mil mamuts»), lo primero que hicimos fue recorrer librerías. Y compramos cada uno una edición del «Quijote» con ilustraciones de Dalí a un precio regalado. Y nos recomendamos libros. Hoy sé que soy un poquito mejor gracias al amigo Johann. Con esa certeza lo extraño”.
Ahora que Popayán tendrá su primera feria del libro, o por lo menos la primera con un compromiso institucional de gran envergadura, porque esfuerzos quijotescos en este sentido ya había emprendido la asociación colombiana de libreros independientes, no puedo dejar de pensar en lo pertinente que es la decisión del comité académico de rendir un homenaje a alguien como Johann Rodríguez-Bravo, quien de seguro habría podido ser uno de los más grandes escritores colombianos. Pero la pertinencia de este homenaje la entiendo también desde la perspectiva de que nunca conocí a alguien tan comprometido con el devenir de nuestras letras caucanas. Siempre pensando en proyectos, en antologías, en iniciativas de todas las índoles para que el mundo se enterara de lo que venía cocinándose en la ciudad blanca, su ciudad de niebla, aquella que describió con lo que a muchos nos resulta virtuosismo literario:
“Nunca será fácil narrar la historia de una generación, y menos, de una como la mía. Ya otros lo han intentado y basta con decir que sólo llegaron a cifrar algunos fragmentos de ese intricado laberinto del pasado. Ninguna generación es ajena a la vieja costumbre de relatos mal contados, de cuentos rotos por la imaginación, de historietas sin final. Todo es un círculo que empieza y acaba con la misma historia, con el mismo cuento, con la misma niebla”.
Pero de Johann no solo nos quedaron sus libros, sino grandes amistades unidas por el tejido y la textura de las letras, que hemos procurado conservar como el más genuino de los homenajes.
En su diario, luego de una extenuante jornada de lectura, Johann solo atinó a escribir lo siguiente antes de irse a la cama: “Tengo los ojos un poco apaciguados, chiquitos. Mucha literatura en estas vacaciones”. Así nos quedaron los nuestros, amigo Rodríguez-Bravo, apaciguados, llorosos y chiquitos, incapaces de comprender un absurdo.
Por: Hoover Delgado
Hacia 1988, después de una clase de literatura, un joven se acercó y me dijo que era estudiante regular de mi curso. Hablamos de libros y hacia el final me reveló que quería ser escritor. A sus escasos 18 años, Johann Rodríguez aunaba a una timidez osada, una mirada sagaz, una alta capacidad para formular preguntas y una disposición voraz para la literatura.
En Icesi, donde llegó a estudiar Economía y donde nos reencontraríamos años después, Johann Rodríguez cultivaría las tres pasiones que consolidarían su talento: el conocimiento universal, la literatura y el debate. La lectura de los Grandes Invisibles le transmitió a su escritura un vaivén fresco y delicioso: iba de la precisión de Borges a la experimentación de Bolaño; del relato policial clásico a los formatos hipertextuales en boga. A la influencia de sus amigos de entonces –Carlos Rosso, El Quinteto de Versalles y el círculo de profesores de la Universidad Icesi–, añadió pronto amigos e influencias notables: Juan Villoro, Vila-Matas, Rodrigo Fresán y Germán Espinosa.
Conocía los buenos libros de oídas, los pedía prestados y, como recomendaba Walter Benjamín con las amigas, se los llevaba a la cama. Era capaz de referirse a ellos con la concisión de un archivista. Para probarse en sus conocimientos -otra maña de buen escritor- elegía la mesa de cafetería, el diálogo casual y el pugilato oral con los ‘sparrings’ de turno.
De los cursos de literatura que entonces tomó -Balzac, Shakespeare, Cortázar, García Márquez-, derivó un interés genuino por los asuntos centrales de la novela: la relación metáfora y novela; la reflexión sobre la forma contemporánea del género; la novela como indagación de la realidad. No dejó de intrigarle la metáfora del espejo en Shakespeare que, trasmutada en materia literaria, puebla muchos de sus relatos. Como Pessoa, Bolaño, o Piglia, acudió a los heterónimos para disfrazar su timidez o su osadía. Ulises Tabina, su alter ego, que tanto le debe al Arturo Belano, de Bolaño, y que arrastra sombras familiares, se pasea por varios de sus relatos semejante a uno de esos fantasmas que piden más libros para materializarse. La metempsicosis se dio también al revés. Johann Rodríguez terminó convertido en personaje de ficción. Un caso ilustre: el personaje John Aristizábal, de la novela «Aitana» (2007), con que Germán Espinosa rindió un homenaje al amigo muerto.
Se impuso la empresa íntima de elevar a su ciudad natal -Popayán- a una dimensión mítica. La creía no menos significativa que aquellas grandes urbes literarias que prosperan en la imaginación de los lectores: la Nueva York de Auster, la Dublín de Joyce, la Buenos Aires de Cortázar, los pueblos imaginarios de Faulkner, Rulfo o García Márquez. No es casual que sea Nueva York la que le inspire volver sus ojos sobre Popayán, y que tras leer a un autor español -para unos el Unamuno de «Niebla», para otros el Baroja de «La ciudad de la niebla»-, escriba su vertiginosa «Ciudad de niebla».
En Cali frecuentó cuando menos dos grupos: el de los profesores de literatura y El Quinteto de Versalles. El plato fuerte de El Quinteto de Versalles era, desde luego, la literatura, pero el menú incorporaba platillos disímiles que Johann consumía con fruición: el ajedrez, la física cuántica, el orden público, las muchachas, el fútbol y la música. Carlos Rosso fue su mentor en Cali como Germán Espinosa lo fue en Bogotá. Con Gabriel Jaime Alzate conoció a los autores norteamericanos y con Harold Kremer dio los primeros pasos en el minicuento, género del que luego haría gala en un opúsculo exacto y rutilante, «La ardilla de Newton y otros micro-relatos», incluido en el libro «Metafísica del asesino y otros cuentos» que da origen a esta nota.
De su pasión por el conocimiento universal quiero rescatar finalmente tres cosas: la concepción que todo, en manos de un creador, es oportunidad para la ficción; el descubrimiento del juego como una clave de la vida; y la certeza de que el universo se ordena sigilosa y tácitamente como una ecuación: la obra del autor estriba en alcanzar la perfección y la exactitud de un álgebra secreta.
Un recorrido atento a la obra de Johann Rodríguez demuestra la primera tesis: la gramática y la historia, la música, la mecánica cuántica, los desvelos de la economía, los géneros literarios, la arquitectura, los ritos de iniciación y de muerte, el sexo, la hipermedia, el relato policial, los estudios genealógicos, las paradojas matemáticas, la etimología, entre otros, le sirven para componer su obra.
En cuanto al juego, Johann Rodríguez asume el riesgo de intentar una renovación técnica, inédita en la reciente literatura colombiana. Se trata, claro está, de una tentativa en proceso, inacabada, tomada de sus maestros Vallejo, Espinosa, Fresán, Bolaño y Moreno-Durán, pero incorporada a sus textos con el rigor del que se sabe trazando una obra firme y honesta. A los sutiles juegos de palabras, los homenajes velados o expresos a obras y autores diversos, las paradojas matemáticas, las parodias, las interpolaciones de géneros diversos, el humor negro, la fanta-ciencia, la numerología, el epigrama, se suma esa idea de aspiración enciclopédica para la cual la escritura es un campo de batalla que se hace necesario ampliar, tomándose sus fronteras y fijando nuevas lindes. El ensayo, la reseña, la crónica, el diálogo teatral, la poesía, el cuento, el minicuento, la canción, la novela… todo lo intentó este joven, al que 25 años se le hicieron cortos para contener la vocación abrasiva que lo devoraba.
Su idea de que el universo se estructura como una ecuación aviva su apego por la exactitud y la velocidad. El ritmo de su obra es vertiginoso, variado, múltiple; el gobierno de sus materiales es firme, diáfano. Lo muestran sus primeros cuentos, «Aquella vida de mago y otros cuentos», y sus novelas «Ciudad de niebla» y «Seis versiones sobre Ernesto Varona». De manera pareja, aplica el rigor científico a un problema matemático, a un fenómeno macroeconómico o a un cuento. Para explicar, por ejemplo, aquel episodio de «El perseguidor», en el que Johnny Carter se asombra del tiempo infinito que puede transcurrir en la brevedad de un viaje en ascensor, Johann Rodríguez dibujaba en un papel dos vagones de tren y dentro de cada vagón un reloj con un espejo perpendicular suspendido del techo. El tictac de los relojes se medía con un disparo de un flash localizado encima de ellos. Luego pedía que imagináramos uno de los vagones en reposo y el otro en movimiento. El rayo de luz del reloj inmóvil, al golpear contra el espejo, se devolvía en línea recta a su fuente. Por el contrario, la luz del reloj en movimiento, al refractarse, trazaba un ángulo cada vez mayor al volver al reloj. Ergo, el tiempo del reloj móvil era más lento. Johann Rodríguez probaba que la mente de Johnny podía operar a voluntad, unas veces como un reloj inmóvil, otras, como uno en movimiento. ¿Conclusión? Cortázar se había tragado la teoría de la relatividad especial de Einstein para escribir «El perseguidor».
En «Metafísica del asesino y otros cuentos», la compilación de cuentos publicada por la Universidad Icesi y prologada por el escritor Harold Kremer, están resumidos los asuntos aquí consignados. Están, además, de modo consistente, el uso preciso del idioma, la inteligencia del dato, el humor chispeante, la ironía y el juego. Creo que en muchas de sus páginas Johann Rodríguez llegó a alcanzar el álgebra secreta que perseguía.
En diciembre de 2005, movido por el amor, Johann Rodríguez enfrentó un dilema: visitar Buenos Aires o viajar a Cali junto a Amy, su novia, a embriagarse de salsa y de felicidad. Con el autor de estas líneas acordó reunirse en Buenos Aires en una de las librerías más bellas del mundo, el teatro del Ateneo, en Santa Fe. No cumplió la cita y, por supuesto, viajó a Cali. La muerte, más rápida que los relojes y el amor, le tendió una emboscada en una esquina de la ciudad. La mujer que lo amaba no soltó su mano durante la agonía. Johann Rodríguez murió, víctima de un aneurisma cerebral, en enero de 2006.
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