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JAIME BONILLA MEDINA
Iguales o más horrendos que la corrupción y sus coletazos, las impopulares reformas tributaria y pensional o el rompimiento de los acuerdos de paz; son los delitos que atentan contra la integridad del menor, entre ellos, la explotación sexual infantil que abarca: prostitución, pornografía, turismo sexual, trata de niña(o)s, uniones por interés y reclutamiento de menores con fines sexuales. Colombia está dentro de los países con más violencia en contra de la niñez (30 denuncias al día – 11.290 casos de abuso sexual en el 2017) pero, pocos alzan la voz en contra de la agresión integral a chicos y adolescentes. Recordemos que “Los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”, reza el artículo 44 de la Constitución Nacional.
Algunos de los personajes, practicantes de estos delitos, hacen más denigrante e insólito el contexto donde se desarrollan. Que una proxeneta maneje, desde Cartagena, el “negocio” en casi toda la costa Caribe, bajo las peores condiciones humanas de las jóvenes explotadas. Que sacerdotes católicos norteamericanos (y de otros países), sean los responsables de la infame pederastia que afectó a más de 1.000 niños. Que, en las escuelas, algunos profesores abusen de sus alumnos. Y para corona de este pútrido pastel: que la Corte Constitucional considere la violencia sexual como delito a ser revisado y castigado con penas alternativas por la justicia transicional, si fuese cometido durante el conflicto armado. ¿Qué diferencia existe entre violar a un pequeño en paz o en guerra, para atenuar culpabilidades?
Están muy bien establecidos los orígenes de estas trasgresiones, enmarcadas, principalmente, dentro de las llamadas enfermedades sociales. Al igual que la pobreza, desnutrición, analfabetismo, drogadicción, delincuencia etc., la prostitución infantil parte de las profundas brechas socioeconómicas y culturales ocasionadas por un voraz sistema neoliberal que la nutre y engorda.
Son causales desencadenantes a nivel familiar: el maltrato físico y psicológico, el abuso infantil (gran parte de los abusadores están en el núcleo hogareño), la desintegración o disfunción familiar. En el ámbito institucional: el desconocimiento o apatía sobre la problemática, por parte de organizaciones o funcionarios que, por ley, son los encargados de combatirla. Desde lo social y cultural: la pobreza obliga al aporte económico del menor. El consumismo aprovecha la carencia de identidad del adolescente y estimula la incorporación de estilos de vida importados. La erotización de la figura femenina asociada a patrones foráneos. El machismo en toda su dimensión. El déficit de oportunidades lúdicas, educativas y laborales. El mal uso de las redes sociales. En el campo político: el nomeimportismo de una casta dirigente desinteresada en el tema (“Los niños no votan”). ¿Vimos renovadoras propuestas en la pasada campaña electoral, o se plantea impactantes reformas, en el actual gobierno, en pro de la niñez desamparada? Ninguna. La degradación del conflicto armado por parte de sus actores (Farc, paracos y militares) llevó a prácticas de reclutamiento y explotación sexual de los niños, que deben ser castigadas e indemnizadas. La violencia propicia esta explotación al producir desplazamientos, desintegración familiar, muerte de sus integrantes, marginamiento, hacinamiento y discriminación; siempre de la mano de otros delitos: tráfico y trata de personas, proxenetismo, tráfico de drogas entre otros.
En el caso de sacerdotes y docentes, la atmósfera es diferente pues, el aprovechamiento de su carisma de guías, autoridad moral y confiabilidad, sumados a la aberración, favorecen las relaciones cercanas y permiten que las instancias de abuso se establezcan. (Ver nuestra columna http://elnuevoliberal.com/la-huella-del-pedofilo/)
La explotación sexual golpea al menor y deja secuelas indelebles: depresión, estrés, conducta suicida, trastornos de la personalidad, embarazo precoz, no deseado, abortos, enfermedades de transmisión sexual, drogadicción son algunas de ellos.
Debemos propender que todo niño tenga una biblioteca dignificante en lugar de una cuenta en redes sociales. Un maestro íntegro en lugar de una “madame”. Que, en vez de decomiso y cárcel, los jueces apliquen normas de prevención del consumo y recuperación del infractor. En lugar de prostíbulos y centros de diversión tengamos más escuelas y universidades; pero, sobre todo: hogares con familias donde florezcan la comprensión, la honestidad y el amor.
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