En un mundo desequilibrado como al actual saber cuáles son nuestros propios valores es fundamental para entender que hay que respetar la dignidad de los demás, y de la misma manera ganarnos el respeto que nos merecemos dentro de la sociedad como seres humanos de bien.
Lo ocurrido ante la reapertura de la Plaza de Toros la Santamaría de Bogotá el pasado domingo, nos pone a pensar muchas, muchísimas cosas sobre la intolerancia animalista que rayó en la incultura, la xenofobia, el odio, la bajeza argumental, la argumentación de excrementos y orines, la dialéctica del escupitajo y el gargajo, la medrosa politiquería de un ex alcalde agazapado en río revuelto o agitando corrientes de odio hacia quienes llegaban pacíficamente a presenciar la primera corrida de la temporada de la libertad.
Que espectáculo más bochornoso y grotesco el que vio el país entero protagonizado por sujetos desafectos al arte de la tauromaquia vociferando contra los simpatizantes de ésta, tratándoles de asesinos y criminales, lanzando todo tipo de improperios contra unas minorías que constitucionalmente tienen los mismos derechos como los que asisten a los templos de cualquier religión, o de aquellos que frecuentan restaurantes para saborear vacunos, bovinos, aves, peces y mariscos servidos en los menús que se ofrecen dentro del arte de la gastronomía a las distintas clientelas.
La barbarie extremista de la irracionalidad que envolvió las protestas animalistas, respetables si se quiere, cuando estas se realizan sin el extremismo y la agresividad a que se llegó el domingo, atentando contra derechos y libertades elementales, la integridad moral y física de alegres y tranquilos ciudadanos aficionados a la fiesta brava que ingresaban al coso bogotano a disfrutar de su espectáculo favorito, es repudiable y censurable desde donde se mire.
Lo grave de todo esto es, que según las denuncias de los directivos de la Santamaría, funcionarios de la administración distrital fueron incitadores a esta asonada anti taurina, declarando así su animadversión por las corridas, cuando debían observar una conducta imparcial frente a temas tan sensibles, que pueden afectar, como en efecto ocurrió, la integridad personal de ciudadanos de bien, que macartizados por su afición, como el que va al futbol o a orar a una mezquita o a pescar con anzuelo, fueron víctimas de todo tipo de agresiones, aún por encima de la fuerza pública desplegada.
Nada positivo puede traer esta aterradora agresividad contra seres humanos pacíficos, serenos y estoicos, que como buenos aficionados no comparten tampoco, por ejemplo, ver picar a un toro cuando se barrena o se ejecuta mal esta suerte o a un torero pinchar en repetidas oportunidades, pues el rechazo dentro de la misma plaza con pitos y broncas se escucha de inmediato, dentro de este ritual considerado por unos como un arte y por otros un anacronismo cultural.
Hasta tanto no sean prohibidos legalmente los espectáculos con animales, que es lo que buscan los animalistas, se debe respetar a quienes gustan de ellos, así no se esté de acuerdo, pues no se pueden constituir hordas de feroces defensores de animales, entre comillas, para pasar a ser violadores de derechos humanos con agresividad, insultos, injurias, maltrato verbal, descalificaciones y otras conductas absolutamente indignas.
Mucho me temo que el prosperado fanatismo, como método para buscar cambios en las costumbres culturales, religiosas, políticas y alcanzar objetivos y propósitos de cualquier índole, conlleve a ahondar aún mucho más las grandes grietas que hoy existen en todos los campos de una sociedad dividida y fragmentada.
Ojalá, que hoy, no se vuelva a repetir el bárbaro y salvaje espectáculo del domingo pasado que cobró decenas de víctimas, fruto de la intolerancia, el irrespeto, la agresividad y el equivocado sentido de la verdadera defensa de un ideario, llámese como se llame.
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