Por DONALDO MENDOZA
Especial para EL NUEVO LIBERAL
Tengo, en efecto, la impresión de que en la década del 70 la lectura, el ejercicio de leer, alcanzó su pico más alto, en Colombia y en el mundo. Es más, 1972 fue declarado por la UNESCO “Año internacional del libro”. Ante semejante demanda, los gobiernos, a través de sus ministerios de Educación (en Colombia, Colcultura), se vieron en la obligación de publicar colecciones a bajo costo, sin estropear la calidad de las ediciones. No había, pues, pretexto para no leer; Colcultura empezó con la colección popular Biblioteca Colombiana de Cultura, que alcanzó los 156 volúmenes.
Ningún público, ningún interés quedaron por fuera. Había cuento y poesía para niños; había cuento y novela; había historia; había publicaciones técnicas y científicas; había teatro; había poesía; había crónica y periodismo.
“De tal suerte, los hombres menos favorecidos de nuestro pueblo podrán estar seguros de que cada semana colocaremos sobre su mesa familiar un libro, no sólo de consagrados autores colombianos, sino de valores que han enriquecido el patrimonio cultural de todos los países y de todas las lenguas”. Eso decía el primer director de Colcultura, el poeta Jorge Rojas, en la presentación de la ambiciosa obra. Los libritos venían identificados con franjas horizontales y cada género se distinguía con un color. Quienes tuvieron el privilegio de leer toda la colección, se apropiaron de un universo cultural difícilmente alcanzable. Para que las personas valoraran el presente, los pequeños volúmenes empezaron con el valor de 3 pesos y terminaron a 5. La experiencia se extendió desde 1971 hasta 1974.
España, a través de Edit. Salvat, cubrió todo el mundo de habla castellana con las colecciones Biblioteca Básica Salvat (1970) y Biblioteca General Salvat (1971), con el mismo propósito: llegar a todas las clases sociales. Doce pesos era el valor de cada volumen, un poco más grande que los de Colcultura. Con el mismo indicador: cada género se identificaba con su respectivo color, con el dominio del naranja y el verde en la narrativa. En ambos casos (Colcultura y Salvat) el fenómeno social era el mismo: en las filas o en las salas de espera, ristras de libros se dejaban ver en manos de lectores sedientos de cultura; como sucede hoy con los celulares, pero con menos sed y más hambre del chisme en las redes sociales.
Pues bien, la morriña de los años dorados me ha hecho regresar a aquellas colecciones, tan humildes y nobles a la vez. Justamente he topado en con un tomito de Biblioteca General, el Nº 61: Los impresionistas, una amena prosa que firma Marcial Olivar.
En ágiles pinceladas se nos presenta la pléyade de pintores impresionistas del último tercio del siglo XIX, en Francia: Monet, Pissarro, Sisley, Cézanne, Renoir, Degas.
El propósito central de este variopinto autor al escribir este volumen es destacar la actuación de estos excepcionales pintores, al adoptar la misma actitud respecto a la creación artística. En un momento singular, dado que desde el Renacimiento no se vivía una ruptura de esa naturaleza respecto a la usanza estética. En virtud de que, más que la realidad del objeto, estos pintores expresan la impresión que nos producen. “Los pintores impresionistas trataban de reproducir las sensaciones, el color y los efectos de la luz lo más fiel posible”.
Entre los cuadros vistos en las láminas, para la muestra me quedé con Las planchadoras (1884), de Edgar Degas (1834-1917). Un verdadero símbolo de la mujer humilde que carga con los trabajos más extenuantes y cuya dignidad es poco reconocida y menos pagada. Degas presenta la figura de una fatigada mujer que, haciendo una pausa en su trajín, bosteza, se despereza, se frota el cuello y agarra con la mano derecha una botella de vino, mientras su compañera sigue con la sofocante labor del planchado. Ya verá el lector si los colores de esta pintura le rememoran la sensibilidad del impresionismo.