Ana María Ruiz Perea
@anaruizpe
Hace un par de meses fue noticia el video de un tipo en Bogotá que golpeaba a su mamá en el ascensor. El registro, hecho con una cámara de seguridad, no tiene audio, pero a juzgar por los gestos, los manoteos y la actitud del tipo, casi puede adivinarse la clase de gritos e insultos con que trataba a la señora de edad que, resignada, agachaba la cabeza y, me atrevo a especular, argumentaba: “pero mijo, es que…”. Es que nada. Ese imbécil, que se cree dueño de la vida de su madre, impone su voluntad a las patadas, para eso es el macho de la casa.
Si hablamos de violencia contra las mujeres, es un dilema escoger entre la multiplicidad de posibilidades para evidenciarla. En todas las edades, en todos los estratos sociales, en el campo y la ciudad, las mujeres son víctimas de esta clase de hombres que desde su profundo ser interior las menosprecian. Entre más cercanos sean los vínculos, más dura la violencia. Padres, hermanos, tíos y padrastros violan a diario a las niñas de la casa, las usan como si fuera un juguete, las rompen en el cuerpo y en el alma. En Colombia, cada día 21 niñas entre los 10 y los 14 años son violadas y, de remate, además las obligan a convertirse en madres.
Como si existiera un chip incrustado en los genes masculinos que les autoriza a mancillar a sus mujeres cercanas, estos hombres asumen que los cuerpos y las vidas de ellas les pertenecen y por tanto, tienen que doblegarlas, apabullarlas. Dicen que el 70% de las mujeres hemos sido víctimas, al menos una vez en la vida, de violencia física o sexual. Los números llegarían casi al 100% si se incluyera en las estadísticas la violencia sicológica, o la económica. Mantener subyugada a la que llaman “su mujer” es el deporte favorito de millones de novios y esposos que pretenden, con sutilezas o a la brava – no importa el método – imponerse sobre su pareja.
Los seguimientos, el control, los celos compulsivos, la última palabra. Los machos se hacen a cada razón para intimidar, para imponerse. Que con quién estuvo, que mejor yo administro la plata porque usted se la gasta en pendejadas, que quién la está llamando, que si es que no hay comida en esta casa, que para qué se pone esa falda tan cortica, que usted qué se está creyendo ¿qué yo soy bobo, o qué?. A mi me respeta, conmigo no se juega, usted es una puta, si no es mía no es de nadie.
¿Lo demandaste? me atreví a preguntarle un día a la mesera que con una sonrisa me pasó la cuenta del almuerzo en un restaurante. Desde que tomó el pedido, había visto el morado bordeando el ojo izquierdo que aun tenía pequeñas venas rojas reventadas. Me miró sorprendida, y adiviné el salto de su corazón cuando inspeccionó rápidamente a su alrededor, como si en mi pregunta hubiera invocado la presencia del agresor. “La caja está a la salida”. Dio media vuelta y no la vi más.
Si existen cifras de mujeres maltratadas – 50 mil por año – es porque cada vez hay más valientes que demandan. La dificultad para demandar radica en la misma esencia de donde surge la violencia del agresor: del mal llamado amor. Por que te quiero te aporreo, dice el misógino dicho popular. Porque te quiero no te demando, responde asustada la voz de la mujer.
Y en ese círculo de miedo quedan bajo las camas escondidas las violencias diarias. Romperlo no es cuestión de leyes, que existen y están vigentes. Romper el círculo de la violencia requiere, de una parte, valentía y firmeza de la mujer agredida, que sobreponga su dignidad al miedo. Pero, sobre todo, requiere que el sistema de atención a la violencia contra las mujeres no la revictimice, no las obligue a carearse con el agresor, a repetir una y mil veces los exámenes y los testimonios. Requiere que los funcionarios dejen de lado la indolencia y se pongan en los zapatos de la víctima, y opere con diligencia. Todo lo contrario al drama que tiene que padecer una mujer ante los CAI, URI, y Medicina Legal a donde llega a botar su impotencia, su dolor y su miedo, buscando justicia. Casi 400 mujeres en el año mueren en Colombia a manos de sus parejas (o ex parejas, para el caso da igual), la mayoría de ellas en casos de agresiones reiteradas que ya habían sido puestos en conocimiento de las autoridades.
Aberraciones las hay todas, a diario. La única salida a este círculo del terror, está en romper con la máscara que disfraza la violencia y formar nuevos hijos, nuevas masculinidades que entiendan la igualdad real entre los sexos. Mientras nos sigan llamando “el sexo débil”, seguiremos reproduciendo el sometimiento a los machos alfa.
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