Por: Marco Antonio Valencia Calle
Se murió Fidel Castro. Lo mató el implacable paso del tiempo, que todo se lleva, que todo arrastra. Murió horas después de la firma de paz en Colombia entre la Farc y el gobierno Colombiano, justamente esa guerrilla nacida e inspirada en las aventuras del Comandante Castro.
Fue un mito de la revolución, un símbolo de la resistencia frente al imperialismo y el capitalismo que Estados Unidos quiso imponer en el mundo. Supo como nadie el valor del nacionalismo y creo un discurso alrededor de esa palabra para motivar la dignidad y la unión de los cubanos y así logró que muchos de ellos lo acompañaran en una gesta que duró toda su vida. Y no fueron pocos los latinos y cubanos de su generación, que se comprometieron con él en busca de dos panaceas: libertad política y crecimiento económico. Luego fue señalado justamente de mantener un régimen restringido en lo político y económico para sostenerse en el poder y poder vender la ilusión de la revolución en otros países.
Carlos Puebla, escribió una canción que todavía se escucha en los campamentos guerrilleros, las tertulias universitarias y en los bares cubanos para recrear turistas: “se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”, una loa musical que ayudó a propagar y enamorar de la filosofía revolucionaria a muchos latinos; e hizo creer que la revolución acabaría con los derroches de los ricos y habría mejor vida para los pobres.
Gracias a Fidel, se hizo el lobby internacional para conseguir el premio Nobel de Literatura de Gabriel García Márquez y se logró que Hugo Chávez hiciera una revolución impensada en un país capitalista y petrolero como Venezuela, y sus discursos alimentaron la mentalidad de los guerrilleros colombianos que han buscado la revolución por las armas soñando hacer en Colombia lo que se hizo en Cuba.
Se murió Fidel, y como pasa en los funerales de los políticos, unos lloran su ausencia y ya comienzan a tallar la estatua de un héroe en busca de preservar su pensamiento como legado para las nuevas generaciones; mientras otros comienzan celebrar ya porque fueron víctimas o contrarios a su pensamiento. Se murió Fidel, un hombre carismático, que logró hacer en política lo que pocos: que sus seguidores fueran fieles y leales a pesar del hambre al que los llevó su apuesta política o el régimen militar que les tocó imponer para sostener la caña del juego ideológico en el que se sumergieron. Un hombre al que incluso sus enemigos le han sido fieles en su odio y rencor hasta el final, y hoy mismo, cuando anunciaron su muerte, salieron a gritar y bailar con una bandera cubana entre sus manos como si hubieran ganado un partido de fútbol.
Como sea, amigos y enemigos no pueden desconocer que ha muerto un ser carismático, excepcional, con “madera de héroe”, como dicen, y que para bien o para mal, fue protagonista de la historia universal e hizo visible una palabra clave en política “dignidad”. No conocí a Fidel, sus políticas no me han interesado, pero si he admirado a un ser humano con sus virtudes de liderazgo, su claridad mental para consolidar su apuesta política, su capacidad de oratoria, su instinto político, su fuerza para soñar; pero sobre todo la perseverancia física, mental y espiritual que lo llevó a convertirse en sacerdote político del continente, y acaso del mundo.
Líderes como Fidel Castro ya no hay, ya no vienen, ya no existen, ya no son posibles en esa dimensión. Fue un hombre que respondió a las demandas de su tiempo, a las claves políticas del mundo que le tocó vivir, y que incluso fue capaz de construir -a contraviento y marea-, un mundo para sí mismo, y sabiendo lo que pasaría con su legado, dejó escritas las líneas claves con las que se habrán de escribir su historia, narrar sus aventuras, evaluar su legado, y acaso: “absolver sus errores”.
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