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Por: Felipe Solarte Nates
Año de 1880: la joven república continúa convulsionada por la seguidilla de guerras civiles que sobrevinieron después del triunfo de los patriotas en el puente de Boyacá y en las cuales han tenido protagonismo caudillos del Gran Cauca, como los generales Tomás Cipriano de Mosquera, José María Obando y José Hilario López, quienes para engrosar sus ejércitos reclutaron mestizos, esclavos y libertos, provenientes del valle del Patía, Valle del Cauca e indígenas de Tierradentro.
Debates suscitados por seguir el Centralismo o el modelo Federalista cuestionan la relación de los Estados Soberanos del Cauca, Tolima, Antioquia, Santander, Boyacá, Bolívar, frente a Santafé de Bogotá, la capital del antiguo virreinato. Tanto como las relaciones de las autoridades civiles con las jerarquías católicas o la reciente liberación de los esclavos; también la suerte de los pueblos indígenas a los cuales les desamortizaron sus propiedades para repartírselas entre los amigos de los caudillos; sumado al librecambio comercial, la desprotección de los artesanos, la educación religiosa o laica, entre otros, son los grandes temas que los ideólogos e historiadores, de los claramente delimitados partidos Liberal y Conservador, dirimen en los campos de batalla y en los escasos interregnos de paz.
Estos asuntos se ventilan desde las tribunas del Congreso y en los editoriales de los periódicos, con clara orientación partidista, de Santafé de Bogotá y de ciudades como Popayán, Cartagena, Cali o Medellín.
En defensa de estos ideales varias veces los bandos fueron a la guerra y la más reciente por entonces, peleada entre 1875 y 1876, la había motivado principalmente la relación entre la Iglesia católica y el Estado, que en varias ocasiones les desamortizó sus bienes e intentó quitarles el monopolio sobre la orientación de la educación, trayendo a pedagogos extranjeros con ideas y métodos importados de Alemania e Inglaterra, países modernos que privilegian las enseñanzas científicas a los preceptos de la fe católica.
El 26 de octubre de 1880, cuando a la cabeza del ex liberal Rafael Núñez y de Miguel Antonio Caro los conservadores ganaban terreno combatiendo la Constitución federalista y liberal radical de 1863, o «de Rionegro», y antes de imponer la centralista y clerical de 1886, nace Manuel Quintín Lame en un Cauca donde terratenientes como Ignacio Muñoz, suegro del poeta y político Guillermo Valencia, es el propietario de grandes haciendas, en las cuales miles de familias indígenas paeces, guambianos, yanaconas y de otras comunidades sobreviven como terrajeros, bajo un régimen semifeudal, con la complicidad de la mayoría de misioneros y curas, que auspiciados por el gobierno de la Regeneración –que les dio vía libre para actuar en territorios de ‘misiones’– glorifican la sumisión en los antiguos territorios de sus resguardos.
De estas tierras fueron despojados por los caudillos guerreros y sus subalternos, después de haber sido delimitados desde el siglo XVII por la corona española, cuando se dieron cuenta que los encomenderos, a los que les asignaron los pueblos indígenas para trabajar en sus propiedades, los iban a extinguir, al tratarlos como bestias de carga, expuestos sus desnutridos organismos, a merced y sin defensa, de virus y bacterias importadas por los conquistadores de los siglos anteriores.
Al sufrir desde la infancia los atropellos de los soldados del régimen, que violan a su hermana de 12 años, tal como nos relata Giselle Tejada en su novela «Guananí», Manuel Quintín Lame, católico devoto, autodidacta y lector consumado, en medio de una aviesa persecución de las autoridades comandadas por el gobernador Arroyo e Ignacio Muñoz, el gran terrateniente caucano, dedica su vida a luchar por sacar de la esclavitud a sus comunidades del Cauca y el Tolima, oponiéndose al pago del terraje y buscando, con ayuda de blancos amigos, las antiguas escrituras emanadas por el propio Rey de España, que delimitaban sus Resguardos, antes que fueran repartidos entre los nuevos ‘próceres’ y sus lugartenientes.
Las luchas clandestinas, los viajes, encuentros con las comunidades y ‘amañes’ casi siempre ocultos de Manuel Quintín Lame para evadir a sus perseguidores terratenientes e indígenas y mestizos sumisos a sus patrones; los mitos y ritos de purificación y protección en las lagunas y montañas sagradas de Tierradentro, integran el paisaje narrativo de «Guananí», novela inspirada por el compromiso adquirido con las comunidades marginadas del campo y la ciudad, con las que Giselle Delgado trabajó durante quince años, vinculada a varias organizaciones no gubernamentales, en su condición de médico, especializada en Siquiatría, y ahora como la primera mujer que ha incursionado en la narrativa de ficción para recrear la lucha del líder caucano, cuya obra aporta al resurgimiento de nuestras letras.
Luego de la publicación en 2008 de su primera novela, «La mirada de Julia», y de seis años de trabajo, nos presenta «Guananí», amplio relato basado en la lectura de «En defensa de mi raza», donde Manuel Quintín Lame condensa su pensamiento, los escritos de Diego Castrillón Arboleda acerca del caudillo nasa, o mediante conversaciones con Álvaro Pío Valencia y varios ancianos indígenas, además del íntimo testimonio de su madre, que cuando era niña vio pasar encadenado a Manuel Quintín Lame por las casas de los ‘pitingos’ del barrio Bolívar, rumbo al puente del Humilladero y la Gobernación, llevado por sus perseguidores, entre los que se contaba su abuelo, pariente de Ignacio Muñoz, quien hizo parte del bando de perseguidores.
«Guananí» fluye de manera amena y logra trazar el camino azaroso y fantasmal de un proscripto de la historia del Cauca y Colombia. Se trata de un relato rico en peripecias e imágenes, con el cual la autora intenta conectarnos con un pasado histórico cuya comprensión contribuye a entender algunos de los más hondos conflictos políticos y culturales de la región y el país.
Guananí (fragmento)
[…] La penumbra no le permitía ver, pero escuchaba el rugir de los grillos y cadenas que sujetaban al indio y se arrastraban por las piedras a cada paso. Desde esa noche la curiosidad por saber más de aquel indio hizo que Eva se apasionara por su vida. Averiguó que en el siglo pasado una mujer de manos rudas, bajo el influjo de la luna, la bendición y la protección de Juan Tama y el amor de Mariano Lame, concibió al hombre que no se humilló ante la injusticia. Dolores Chantré sabía que el ser que llevaba en su vientre, y según el Thȇ Wala, tendría la protección del trueno y del t’we yase.—El trueno —le dijo el taita a Dolores, es el gran espíritu que selecciona, da poder y habita en las alturas, controla el territorio y tiene la capacidad de castigar y hasta de matar.
Cuando Dolores ascendía al encuentro con el Thȇ Wala, los relámpagos se asomaban por las montañas presagiando su vínculo. Según el t’we yase, espíritu nombrador de la tierra, que establece el nombre de las personas en relación directa con la tierra, Dolores debía llamar a su hijo Manuel Quintín Lame, imposibilitando el capricho de darle otro nombre. Su padre era Mariano Lame, legítimo hijo de Ángel Mariano Lame, a su vez hijo de Jacobo Lame; todos ellos descendientes de dos corrientes del viento que al andar sin rumbo por el espacio, en una de las tantas correrías, se rozaron…
Estos dos vientos eran personas, una del sexo femenino y otra del sexo masculino. Las dos corrientes se arremolinaron y formaron un gran círculo como entre una danza, cuando se cansaron de arremolinarse y se detuvieron. La mujer viento tenía un anaco; de su cinto, asegurado con chumbe y adornado de múltiples figuras, resaltaba una vara que en la punta tenía asegurada un manojo de lana, del que ella hilaba e hilaba: era su vara de mando. El hombre viento, con ruana negra y pantalón hasta los tobillos, con sombrero de pindo y pies descalzos, portaba una vara de mando de oro en la mano izquierda. Los dos se pararon de extremo a extremo, se dieron una media mirada y sus rostros inmediatamente clavaron sus ojos hacia abajo. Desde esta posición se preguntaron quiénes eran. La mujer habló y dijo:
—Mi nombre es Uma y soy la mujer que teje la vida.
El hombre a su vez dijo:
—Yo soy Tay, el hombre que construye la vida.
Uma y Tay formaron pareja. Siendo Uma la bisabuela y Tay el bisabuelo del pueblo Nasa que acunó a Manuel Quintín Lame. Cuando el Thȇ Wala se acercó a Dolores clavó la mirada en su vientre, luego levantó sus manos y con la palma en dirección al cielo, musitó:
—Acxha idxpa yahpegna kwe sxtxi s meen thegna nufxi zene ga.
Luego miró a Dolores y con un gesto la invitó a mirar hacia el cielo.
—Compartiremos alimentos, le rogamos que lo acompañe y proteja hasta su muerte. Después de un largo silencio, el Thȇ Wálá le dijo a Dolores:
—El hijo que llevas en tu vientre necesitará protección hasta el momento de su muerte.
Desde ese día Dolores, junto a su madre, comenzó a tejer el chumbe con el cual envolvería a su pequeño. Combinaron el verde ácido de la guayaba con el amarillo fuerte del maíz tierno y el azul profundo del hábitat de los espíritus. Por recomendaciones del Thȇ Wálá Dolores escogió la mejor habitación del rancho, era de todas la más pequeña, pero abrigada porque estaba cerca al fogón, donde se ahumaba el cordero que alistaban para las mingas.
Era el mes de septiembre, las hojas del maíz cosechado se guardaban cuidadosamente para que sirvieran de tendido y protegieran al pequeño del frío. En su octavo mes de embarazo Dolores ya no comía los alimentos fríos, sólo bebía las aguas que le dejaba tomar Hilda, su partera. Hilda, esa mujer de pequeña estatura, de manos grandes con dedos firmes y fuertes que obedecían a su gruesa musculatura y con una cabellera de color negro azabache que cubría casi la mitad de su cuerpo, además de traer niños al mundo, cuando estaban en la época del barbecho, se dedicaba también a arar la tierra y a colocar cuidadosamente en ella los gérmenes del frijol y del maíz. ¿Hasta cuándo la tierra estaba dispuesta a parir? Ella decía que no sólo traía hijos al mundo, sino que la tierra daría comida suficiente para ellos, así fuera en épocas de escasez.
Cuando Hilda presentía que el vientre podría estar sintiendo frío colocaba emplastes de coca sobre el globoso abdomen de Dolores y la hacía tomar infusiones de cedrón, yerbabuena y canela. Si ella colocaba sus manos y se sentía fresco, entonces ponía emplastos de verdolaga y le daba infusiones de cebada. Además cuidaba de las ovejas, sabía que si el vientre se ponía frío después del parto, necesitaría darle de comer mucha carne de ovejo a Dolores. Este sería el quinto Lame Chantre que traería al mundo. […]
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