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POR: ANA MARÍA RUIZ PEREA
@ANARUIZPE
Dos hechos muy recientes son significativos de la violencia contra las mujeres, pero sobre todo, de la fuerza que tiene no callarla. Primero, a las jugadoras del Atlético Huila que se alzaron con la Copa Libertadores las mandaron a Brasil en condiciones precarias, con escalas de 8 horas en el aeropuerto de Caracas, y cuando le dieron a Colombia el triunfo más rutilante del año en el fútbol, su premio debía ser entregado a las arcas del equipo masculino del Club. Denunciaron, negociaron y al final les van a dar las bonificaciones que bien ganadas tienen. Pero estas deportistas profesionales, a las que comentaristas y dirigentes del fútbol insisten en llamar “las niñas”, tuvieron que alzar la voz, cuando en las reglas del oficio está claro que el deportista que triunfa recibe su ganancia. Punto.
Otras mujeres que alzaron su voz han vivido en silencio, por los siglos de los siglos, los abusos a los que son sometidas por quienes siempre tienen el poder en la estructura pétrea de la iglesia católica. Las monjas. Ellas constituyen la red de socorro y servicio social más grande del planeta, y prestan unos servicios invaluables bajo los votos de pobreza, obediencia y castidad. Pero por ser mujeres, no les está permitido tomar las decisiones que rigen el oficio religioso, ni oficiar los ritos. Por ser mujeres las violan y por ser religiosas tienen que callar. Y encima, las utilizan como mano de obra barata y en condición de servidumbre doméstica del señor obispo.
La Unión Internacional de Superioras Generales (UISG), organización que reúne a más de medio millón de monjas alredor del mundo, emitió un comunicado en el que pide hacer públicos los informes sobre abuso sexual, y que se denuncie y se haga explícita la explotación laboral de religiosas dentro de las congregaciones y de manera pública. “Condenamos a los que mantienen la cultura del silencio y el secreto, a menudo bajo la apariencia de ‘protección’ de la reputación de una institución o como ‘parte de la propia cultura’”, dijeron.
En este punto iba en la escritura de este texto, cuando circuló la noticia de que había muerto el ex presidente Belisario Betancur. Las futbolistas y las monjas se silenciaron para honrar la memoria de alguien respetable a quien vale la pena darle un agradecimiento, y pensé cambiar la columna para dedicarla a él. Pero unos minutos después resultó que no había muerto, que la noticia había salido de un trino irresponsable y desventurado de la Vicepresidenta Ramírez en el que deseaba QEPD al ex presidente.
Que sí. Que no. Recordé entonces la historia de arte político, y hasta poético, del ir y venir de La Monja (“La Madre Superiora”), el gran óleo que Fernando Botero le regaló en 1982 a Belisario Betancur, como un símbolo del acompañamiento al proceso de paz en ciernes. Pasaron 34 años para que concluyera en La Habana lo que comenzó con la Comisión de Paz de Belisario. En todo este tiempo, a La Monja la sacó Barco del Palacio de Nariño para el Museo La Tertulia de Cali; Gaviria la devolvió al Palacio; Samper la descolgó y la mandó rezada para el Museo Nacional cuando su flamante ministro Fernando Botero hijo habló de más; Pastrana la colgó de nuevo en Palacio. Esta Monja fisgona que el maestro Héctor Osuna inmortalizó en las caricaturas nos muestra cómo, en Palacio, al que incomoda lo sacan.
La Monja es un símbolo de la era Belisario. Debió verlo pasear nervioso y abatido cuando un terremoto tumbó a Popayán, y después, ni qué decirlo, cuando un alud inimaginable borró a Armero del mapa. Es testiga muda de la noche cuando los generales se encerraron con el presidente mientras ardía el Palacio de Justicia; de lo que pasó ahí, parece que solo ella y su silencio eterno lo supieran.
Inmóvil en su enorme marco de madera, la monja simboliza un legado fundamental de Belisario al país, la apertura en la manera de entender las artes y la cultura, el reconocimiento de lo popular, la descentralización de las ideas. Dan cuenta de esta política, porejemplo, la aparición de los canales regionales de televisión, el primer fomento al cine o las cifras de la producción editorial.
La falsa muerte me dio la oportunidad de recordar que mis papás, liberal él y conservadora ella, apoyaron a Belisario desde que hacía campaña en su propio Renault 4, tuvieron esperanza en su paz, se desilusionaron con sus fracasos y se condolieron de él en los desastres. Belisario fue esperanza, honor que pocos reciben, y se convirtió en abatimiento, desilusión y el abrebocas de los peores años.
Y del tema del inicio de este texto, ¿qué más se puede decir? ¡Gracias a las mujeres fuertes que alzan la voz para hacerse respetar!
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