Como tales se clasifica a ciertos sujetos delincuentes, ocasionalmente dialogantes en La Habana, que con telescópica precisión disparan y hacen diana en el objetivo, generalmente humildes soldados colombianos a los que irremediablemente les parten la cabeza, el corazón o los pulmones.
Se trata de consuetudinarios transgresores de la regulación imperante en nuestro Estado de Derecho, detractores permanentes del andamiaje orgánico legal, habituales promotores de menosprecio y desacato a esta deshilachada pero sobreviviente construcción jurídica que hace siglos se erigió como República, y de sistemáticos verdugos que han acribillado a millones de civiles colombianos porque no compartieron sus inclinaciones ni sus métodos.
En estos últimos días, como por obra y gracia del Espíritu Santo -al que no reverencian-, amanecieron esos farcotiradores insuflados de potestad constituyente.
Esos mismos, en dolosa contradicción con sus procaces ambiciones, aupados por entreguista camarilla palaciega, falsamente se postulan como adalides del orden institucional que no comparten. Entre melifluas incoherencias leguleyas lo que intentan es desplomar una superestructura organizativa y funcional que con sus hechos desconocen diariamente.
Eso es lo que ellos quieren, pero nosotros, los que no pertenecemos a la siniestra banda de homicidas fusileros, y que tampoco le disparamos a la blanca paloma de la paz como predica el régimen, los que inermes resistimos, fieles a nuestras puras convicciones esencialmente libertarias y civilistas, necesitamos impedir la demolición de nuestra legitimidad institucional dignamente defendida a precio de sangre durante muchas generaciones.
Las mayorías populares inexcusablemente comprometidas con un destino nacional libre y auténticamente democrático, tenemos en nuestras manos limpias el riesgoso pero irrenunciable compromiso de impedir el golpe de Estado que la minoritaria izquierda internacional, derrotada en los vecindarios, está gestando contra Colombia.
No podemos permitir que nefastos insubordinados, exhibidos como ejemplares defensores de derechos humanos mediante oprobioso disimulo de su sanguinario historial, lleguen, con sus costumbres criminales y sectaria militancia pandillera, a torcer los caminos de progreso nacional, anclados estos en el respeto a la propiedad privada de los bienes de producción, en la libertad de empresa, en la férrea defensa de la familia como institución fundante del orden social, y en la plena vigencia de valores morales y espirituales que los violentos nunca respetan.
No dejaremos que se autoproclamen redentores del pueblo mientras reclutan infantes, desplazan de sus territorios a comunidades ancestrales, se lucran de la extorsión y del secuestro, trafican con narcóticos, y asesinan inocentes.
La vagabunda complacencia y obscenos acomodamientos de Santos frente a indecorosos requerimientos del narcoterrorismo, es flagrante traición que ningún ciudadano colombiano debe consentir, menos ahora cuando los “Papeles de Panamá” implican en concurso delictual por enriquecimiento ilícito, lavado de activos y evasión tributaria a encumbrados defensores de los acuerdos especiales, ficticios o simulados tratados de paz a los que el Estado colombiano concurre igualado con una sucia pandilla de facinerosos, a quienes impúdicamente se libera de responsabilida de jurídicas por el agotamiento de crímenes atroces.
Lo que pretenden es imponernos una dictadura mafiosa, orquestada mediante chueca manipulación del derecho internacional, y someter los poderes legislativo y judicial al ominoso control de un ejecutivo omnímodo y corrupto.
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