HORACIO DORADO GÓMEZ
Escribiendo mi columna dominical, recibo otro golpe de la vida que no logro aceptar. Qué lástima, qué dolor. Popayán afronta la muerte de amigas y amigos que se están yendo, uno detrás de otro. Ayer la muerte llegó con su mano suave a cerrarle los ojos a Gloria Cepeda Vargas, la escritora y poetisa a quien aprendimos a querer por su exquisita y florida pluma. En seguida, regresa la muerte a decirle tenuemente a Jaime Vejarano Varona, que duerma el sueño de los justos, apresurando sus días, deteniendo sus pasos.
Cuando la ciudad pierde a seres tan especiales, nos invade el arrepentimiento, la tristeza y cierta culpa por no haber podido hacer algo más por esas personas mientras estuvieron vivas. Ambos eran dignos de reconocimientos y nunca los recibieron. No los necesitaban porque en ese diario trajinar en el Quijote, en esa obra, hallaron para reír y llorar buenos amigos.
Se fue un buen hombre que ahora anda de boca de la fama, aquel amigo de blanco cabello, de nariz corva y magnánimos bigotes. Ahora estará en su nuevo mundo buscando a Miguel de Cervantes Saavedra. Cuesta entender que ya no se encuentra físicamente entre nosotros Jaime Vejarano. Estará en otro plano donde no existe sufrimiento alguno. De tanto peregrinar y pensar en la vida, se nos vuelve un tormento pensar en la muerte. Por eso, al evocar con nostalgia la riqueza del ayer comparado con lo frágil y precario del mañana, incluso del hoy, es cuando entendemos que no estamos preparados para la partida final.
Cuando la muerte llega así, casi de repente, recordamos que hay otra versión de la vida, que se nutre de ella. Al momento de perder un amigo, reflexionar sobre la muerte no es fácil, o por lo menos es muy difícil filosofar para darle el último adiós.
Jaime Vejarano Varona se fue. Con él se ha ido el celoso vigilante, el guardián de la ciudad. Partió el escritor, el poeta, el historiador. Popayán y yo, acabamos de perder un muy ilustrado amigo con hartos años de afecto. Compartíamos la misma lanza en defensa de los temas de ciudad; interveníamos por los profundos cambios que necesitaba Popayán. No nos veíamos, pero nos oíamos. Discutíamos. Mientras él reclamaba des-peatonalizar el centro histórico, yo defendía su peatonalización, pero nos respetábamos. En fin, nos leíamos piropeando la ciudad
Para mí, asumir los duelos, es una espinosa tarea. No puedo aceptar que las funerarias y el cementerio se vuelvan lugares de frecuentes visitas y que las despedidas superen de lejos los encuentros. Me embarga la tristeza para enclavarla en la oquedad de la vida. Ahora pienso en la amantísima esposa de Don Jaime, Doña Mercy Fernández que convivió 63 años de matrimonio y, en sus hijos: Marco Aurelio, Lyda Eugenia, Fabio, Rodrigo, Juan Carlos, en sus nietos por la irremediable ausencia que van a tener que sosegar con tan inmenso dolor para lograr descubrir el camino posible de rehacer sus vidas.
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