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Me propongo de aquí en adelante convertirme en James Rodríguez. Sé que será un poco difícil, sobre todo porque soy mujer y no sé jugar futbol. Ni un poquito. Si me tiran una pelota, lo más seguro es que me golpeen la nariz porque ni siquiera sé cogerla con las manos. Pero no me importa. Voy a convertirme en él, al precio que sea necesario, porque me he dado cuenta de que la suya es la única manera de meter goles; en la cancha y en la vida. Así no más. Con naturalidad y con sencillez, como si lo natural fuera eso: hacer milagros. Recibir la pelota, cualquiera, la que te tiren o te envíe el destino y, aunque te encuentres casi en la mitad de la cancha y tengas a cinco adversarios de por medio, simplemente recibirla en pleno pecho, dejarla caer por el cuerpo sin dejar de moverse, apuntar toda la energía en la pierna menos pensada —la zurda— y desde allí, desde una distancia inverosímil, empujarla como un cañonazo certero y hacer un gol que cuesta trabajo imaginar.
Eso me gusta. Ejecutar la acción, rematar y conseguir. No quedarse en tanto toque-toque, no quedarse pensando las cosas treinta veces, sin jugar como nunca y perder como siempre. Hacerlo simplemente. Y hacer lo imposible fácil. Por eso me quedo embobada viendo a James Rodríguez. Por eso miro su sonrisa de triunfo, sus brazos abiertos, que le dicen a todo el mundo yo puedo, quiero y no me da miedo.
Eso me hace falta a mí, que no dejo de pensar y de dudar. Para lo importante o para lo banal, para escoger en el supermercado las frutas verdes o maduras, para dormir o comer, para seguir con todo esto o para dejarlo. Y eso le pasa a Colombia, que sigue aquí trabada en un eterno toque-toque de pactos, traiciones, peleas e insultos. Un eterno partido macabro de guerras y negociaciones, de procesos de paz que desde hace cincuenta años no llevan sino a más guerra, de indultos infames, de condenas a inocentes. De presidentes que prefieren hacer espectáculo en la cancha haciéndose los héroes y después dejándose meter goles. De gobiernos que parece que lo van a lograr, que podría decirse que han sudado la camiseta, pero que al último momento les falta hígado —digámoslo con un eufemismo— para meter el gol, se dejan caer en el área y gritan pidiendo que les piten penalti. Solo que nadie se lo cree y entonces el toque-toque siniestro sigue, rodeado de millones de muertos.
No sé cómo James lo hace, pero lo que hace lo deberíamos hacer todos. Creo que esa lección la aprendieron hace tiempo los alemanes, no sé cuando la aprendieron o si como James nacieron aprendidos, pero los alemanes van a lo que van, juegan a lo que tienen que jugar, sin demasiada teatralidad, simplemente lo logran. Tal como lograron integrar en menos de treinta años a más de la mitad de su población a un estándar de vida del primer mundo, si bien en el momento de la caída del muro, los millones de alemanes que vivían en la Alemania Democrática, tenían un nivel de vida de segunda o de tercera. Hicieron lo que aquí estamos tratando de hacer infructuosamente desde 1974, cuando Alfonso López Michelsen decía “cerrar la brecha”. Sí, estamos de acuerdo, los alemanes son alemanes y nosotros somos colombianos, los alemanes mataron a siete millones de judíos y nosotros no. Digamos que nos queda el dudoso honor de preferir matarnos entre nosotros.
Mas, justo es aquí donde James me gusta más. Porque es uno de los nuestros. Porque incluso se llama, así, James. Porque lo logrado se lo ha ganado paso a paso, luchando y ejercitándose, con tenacidad, sin dejar de reír y sin dejar de soñar su sueño. Y sobre todo sin dejar de ser él mismo, de ser nosotros, de tener nuestra misma fatal inocencia que nos hace afirmar que somos los más felices del mundo. Y vaya el caso, sin que nadie, ni siquiera la FIFA, pueda impedirle seguir bailando.
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