HAROLD MOSQUERA RIVAS
Empezando en año 1987, cuando ingresé como primíparo a la Facultad de Derecho de la Universidad del Cauca. Conocí a Gustavo Herrera, quien había ingresado un año antes y se entregaba con dedicación al estudio de la disciplina, lleno de sueños e ilusiones.
Compartimos amistad, en torno a la figura del Maestro Ernesto Saa Velasco, quien tenía un selecto grupo de estudiantes, con quienes compartía tertulia por fuera de las clases, enseñando más en esas charlas, que en las mimas aulas, pues los elegidos eran aquellos en quienes el maestro veía mayor interés en jugarse su destino como profesionales en la lucha por el cambio que tanto hemos esperado en nuestro país. De esa escuela informal, pero constructiva del maestro Saa, pasamos a compartir el debate por el proceso de negociación del acuerdo de paz del M-19, en el que muchos de los estudiantes de la Facultad de Derecho y de la Universidad del Cauca, entre ellos Gustavo, se integraron como militantes del nuevo partido político.
La Asamblea Nacional Constituyente, fue el siguiente escenario para compartir nuestras opiniones y preocupaciones. El nuevo orden, la acción de tutela, las acciones populares y las acciones de grupo, formaron parte de nuestra habitual discusión. Después, ya convertidos en abogados litigantes, padres de familia y Gustavo en activista Político, nuestros encuentros se hicieron menos frecuentes, pero igualmente gratos, hablando de los hijos, de la obligación de ser buenos padres e inculcar a los pequeños el sueño de una patria mejor, los éxitos y fracasos del ejercicio profesional, la actividad política y profesional, su defensa de los derechos humanos, su especial condición humana, de amigo fraterno, sincero y solidario, dedicados en los últimos años a actividades relacionadas con el sector de la construcción.
Aún recuerdo nuestro último almuerzo en la Loma de Cartagena, junto a Jorge Bastidas, degustando un arroz pacífico, en este país tan violento. Por todo ello, el martes pasado, cuando Silvio Castrillón, ese otro pana y hermano de vida, me comunicó por teléfono la noticia de su asesinato, sentí en el pecho, un dolor tan profundo, que no pude contener las lágrimas, imaginando a Gustavo partiendo a su encuentro con la eternidad, mientras los autores intelectuales y materiales de este execrable crimen, estarán celebrando el golpe que le propinaron a nuestro sueño de paz.
Un día volveré a caminar por los pasillos del claustro de Santo Domingo, para recordar al pana, a nuestras tertulias, a los tiempos del Otro Cuento, La Topa Tolondra y la Iguana, de la música protesta y en especial aquella canción de Pablo Milanés, titulada: ‘La vida no vale nada’, en la que el cantautor confiesa que:
La vida no vale nada/ Si no es para perecer/ Porque otros puedan tener/ Lo que uno disfruta y ama.
La vida no vale nada/ Si yo me quedo sentado/ Después que he visto y soñado/ Que en todas partes me llaman.
La vida no vale nada/ Cuando otros se están matando/ Y yo sigo aquí cantando/ Cual si no pasara nada.
La vida no vale nada/ Si escucho un grito mortal/ Y no es capaz de tocar/ Mi corazón que se apaga.
La vida no vale nada/ Si ignoro que el asesino/ Cogió por otro camino/ Y prepara una celada.
La vida no vale nada/ Si se sorprende otro hermano/ Cuando supe de antemano/ Lo que se le preparaba.
La vida no vale nada/ Si cuatro caen por minuto/ Y al final por el abuso/ Se decide la jornada.
La vida no vale nada/ Si tengo que posponer/ Otro minuto de ser/ Y morirme en una cama.
La vida no vale nada/ Si en fin lo que me rodea/ No puedo cambiar cual fuera/ Lo que tengo y me ampara./ Y por eso para mi/ la vida no vale nada.
La vida de Gustavo valió demasiado y a quienes le conocimos nos corresponde, honrar su legado, luchando para que el sueño de Gustavo un día sea realidad para todos los colombianos. Paz en su tumba.