VÍCTOR PAZ OTERO
Alguna vez, y en un acto de lucidez tardía, Darío Echandía se refirió a la democracia colombiana como a un orangután con sacoleva. Y la imagen es toda una imagen llena de gracia y toda plena de verdad que refleja con rasgos de caricatura abominable una versión realista de todo este enmarañado y perverso proceso político que con orgullo ingenuo y simplificarte designamos como el proceso del funcionamiento y la existencia de nuestra supuesta democracia.
Empecemos por afirmar que antes de habernos convertido en una auténtica sociedad nos vanagloriamos de ser una democracia. Y por eso mismo y en el mismo tono de la metáfora aludida, nuestra democracia ha sido un elegante y sofisticado vestido de etiqueta que nos ha servido para vivir entre el lodo y las miserias de una caverna. Pues esa democracia no se corresponde con una construcción social, legítima e históricamente validada por hechos culturales, sino que es el resultado de una imposición ideológica y de una coyuntura puramente política que acabo aportando elementos de confusión a nuestro verdadero ser y a nuestro verdadero destino histórico. La democracia nunca la construimos, ni la merecimos. Fue un hecho formal pero no real que nos legó la obra heroica de una elite romántica y guerrera que logró una colosal victoria militar y política contra España utilizando unos ideales que no tenían vigencia ni correspondencia con la verdadera realidad y sustentación de nuestra historia. Conquistamos fue una republicas aéreas, como magistralmente las definió el propio Simón Bolívar. Fue un haber arado en el mar. Fue, si acaso, y para decirlo con rumor vallenato, haber edificado una casa en el aire. El mismo Bolívar fue el encargado de certificar el patético y doloroso balance de su descomunal esfuerzo tanto de estadista visionario como de guerrero afortunado. Por eso nuestra democracia siempre ha sido de papel y de fachada. Nuestra democracia siempre ha sido irracional porque siempre ha carecido de realidad y es irreal por carecer de racionalidad.
Por eso y por muchas otras cosas, nuestra democracia nunca ha sido un auténtico vehículo de verdadera civilización, ni ha sido capaz de generar una cultura ni una forma de vida colectiva que sea consecuente y coherente con la propia etiqueta que la designa.
La crisis colombiana que siempre parece ser crisis de progresiva y permanente disolución es expresión de un doloroso fracaso que nos pone en evidencia que no somos una sociedad orgánicamente funcional, ni estructurada a partir de los elementos esenciales que categorizan lo que realmente encarna una democracia verdadera. Son aun muchísimos los aspectos que desnudan el rostro de nuestra barbarie. Mas honesto conceptual e intelectualmente será que nos designáramos como pseudo-democracia salvaje, donde usualmente lo que se garantiza es el derecho a morir arbitraria o violentamente por los propios agentes de la disolución social.
Hay una gran cantidad de indicadores que denuncian nuestra descomposición. Indicadores de inequidad indignantes, de pobreza, de exclusión, de racismo, de marginalidad, de desplazamiento, de masacres, de asesinatos selectivos y colectivos. El delito en todos los órdenes y en todas las dimensiones de la conducta humana es un hecho cotidiano y generalizado, que sin duda no darían merecimiento para designarnos como una DELITOCRACIA…COMO UN ESTADO SOCIAL DE DESHECHO.
Pero lo más preocupante y angustioso de nuestro drama de disolución colectiva es que igualmente carecemos de una teoría que verdaderamente sea capaz de explicarnos y descifrarnos la esencia misma de este gran drama histórico. La atipicidad que nos caracteriza, continúa siendo una especie de enigma cultural y sociológico, lo que por supuesto incide de manera directa condicionando la forma errática y precaria con la cual asumimos las probables y posibles soluciones a nuestra degradación histórica.
Por otra parte, si entendiéramos que el ESTADO es la conciencia ética consciente de sí misma, para agigantar nuestro asombro y nuestra desesperanza nos toca también constatar que en Colombia nunca ha existido ESTADO ni siquiera como simulacro.
Sin ESTADO, sin verdaderos partidos políticos, sin fuerzas estructurantes y orientadoras de la compleja dinámica social, asistimos con perplejidad e indiferencia a la orquestación de un colapso que puede ser definitivo y que ya se vislumbra en un horizonte muy breve de temporalidad histórica. Mucho más temprano que tarde estaremos afrontados a la obligación de aceptar, que nuestro orangután con sacoleva, es decir nuestra democracia, es una entelequia que debe ser revisada y redefinida de los pies a la cabeza. Quizá después de eso se nos ocurra imaginar que la única prioridad política verdadera que nos acosa es la de empezar a construir una sociedad donde la vida colectiva sea posible. Una sociedad dotada de un ESTADO VERDADERO Y LEGITIMO. Para convertir el futuro en esperanza, para que ese futuro deje de ser siempre una oscura amenaza.