El mito de la opinión pública

MATEO MALAHORA

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Cuando ocurre un hecho trascendental en la comunidad, bien sea natural, social o político, salta en la sociedad el concepto de opinión pública.

El sentido comuna conduce a pensar que la sensación sobre el acontecimiento es homogénea y en esos eventos con frecuencia descartamos la existencia de los autores o hechos que contribuyeron a forjarla.

Pareciera que una especie de sintonía totalizadora coincidiera con nuestra forma de juzgar las cosas, sin tener en cuenta los motivos externos que lo motivaron.

En su discurrir, la sensibilidad copa todos los espacios de nuestra dimensión estética y el placer de la transgresión o el acatamiento total llegan hasta el borde de prácticas inéditas que producen una sensación de libertad y autonomía.

El individuo, que se presume soberano, es atrapado temporal o indefinidamente por las representaciones plásticas que produce el acontecimiento; sin embargo, termina siendo excluido, pero el sistema no lo olvida ni lo desconoce porque lo necesita.

No especulamos, por la inmediatez del mensaje o mensajes, que los medios radiales, editoriales o televisivos son los que elaboran el discurso que planteamos, ni nos atrevemos a pensar que los operadores mediáticos actúan como grandes bloques de cemento que lo sueldan todo.

Las ciencias de la comunicación, a las cuales en algunas oportunidades apelamos para entender el comportamiento colectivo, son difusas y su aparente neutralidad está comprometida.

Opinar que ese es el ‘sentir de la gente’, es criterio que puede significar múltiples variables, por lo regular desconocidas, y, las percepciones vaciadas sobre los interlocutores, que juzgamos independientes,  a menudo son propiedad de los intereses ocultos que entran en juego para moldear veredictos y resoluciones.

Alguien ha pensado por nosotros y aún no hemos podido desprendernos de los tiempos en que existía  la dominación feudal, apenas hemos pasado de la soberanía del autócrata a la soberanía del individuo mercantil, subyugado.

Es el caso de Venezuela, país sobre el cual los grandes medios colombianos pontifican con una especie de venezolanidad indómita, hasta el punto de inscribirlo audazmente en una especie de pobreza “castrochavista’, es bueno recordar que en los Estados Unidos cuarenta y cinco millones de norteamericanos sobreviven por debajo del bienestar civilizatorio,(Consejo de Asesores de la Casa Blanca), situación que debería constituir una noticia planetaria. Horrible y espantosa paradoja en un país donde el símbolo de la libertad es una estatua.

Los destinatarios de las noticias o, mejor, los depósitos humanos donde se introducen los informes, crónicas  y comentarios, con salvedades críticas, son sujetos que tienen un valor económico, porque supone que manejan la opinión para cualquier clase de consumo, comercial, lucrativo o político.

En gracia de la honradez con que se deben utilizar los medios, cualesquiera que sea su naturaleza, las ideas esbozadas son independientes en unos, subalternas en otros, informativas en algunos, y actúan como proyectiles teledirigidos, sin que operen sobre ellos escudos protectores.

La lógica de las grandes cadenas comunicacionales es dosificar pensamiento, crear tendencias, orientar la vida emocional de las personas, elaborar un discurso que incluya el estilo de opinar y, por supuesto, que no corresponda al examen de la realidad social, como si la opinión creada artificialmente fuera una entidad suprahistórica.

De esta manera, los contenidos racionales de la política, que hacen parte del establecimiento, aparecen como si estuvieran por fuera de lo ideológico y político.

Razón tenía Quesnay cuando dijo: “Toda la magia de una sociedad bien ordenada consiste en que cada hombre trabaja para otros creyendo que está trabajando para sí mismo”.

Si la ingeniería social, la ingeniería sociométrica y las orientaciones están dirigidas a mantener alienado el pensamiento colectivo, enardeciéndolo contra algo o alguien, ya suponemos la libertad que disfrutamos los que pertenecemos al montón.

En estas perspectivas observamos que los emporios mediáticos implantan estrategias de verdad, con apariencia de neutralidad, en los desprevenidos ciudadanos y en los ciudadanos calificados como inmunes a la desinformación.

Cuando se emplazan conceptos, empacados en telenovelas, ‘realities’ y tertulias, donde cierta racionalidad conduce a discernir qué es lo bello, lo feo, lo aceptable, lo verdadera y lo falso; cuando nos instalan hasta el ‘sentido común’, el lenguaje opera como unificador de las conciencias y, desde luego, en la base de esa racionalidad está el poder, que fluye y segrega obediencia.

En estas perspectivas, las operaciones mediáticas son una estrategia política manipulada, sin que se observen en la ciudadanía dispositivos para evitar el asalto, la provocación y la embestida, en virtud de que las plataformas noticiosas, conscientemente unas, o inconscientemente otras, colocan a los sujetos dóciles y sumisos frente al eufemismo de las comunicaciones, que brindan cotidianamente estallidos de desinformación para que la sociedad ‘sea feliz’.

Extraña forma de aprehender la realidad de una manera irracional pero legitimada, para que nos parezca escrupulosa y optimista. Hasta pronto.