El sistema de valorización como mecanismo para financiar obras públicas tuvo gran importancia el siglo pasado, en época del Estado Interventor-benefactor de corte keynesiano, como instrumento excepcional para realizar obras de interés general cuando los recursos fiscales no alcanzaban. De excepción porque la regla era que las obras las realizaba el Estado con sus recursos fiscales, de modo que esta fórmula de financiar obras con la contribución directa de la ciudadanía era ocasional.
Existía una normatividad rigurosa para el efecto, de modo que para ejecutar una obra por el sistema de valorización había que realizar un proceso con varias etapas de seguimiento riguroso. Primero había que determinar la importancia de la obra; luego definir una zona de influencia que se delimitaba según el beneficio que el territorio recibiría por la construcción, el cual se calculaba con la metodología de los precios hedónicos; después tocaba hacer un estudio socioeconómico en la zona de influencia para determinar la capacidad de pago de los propietarios y con ello establecer la pauta de la viabilidad financiera; luego convocar a los beneficiarios de la obra y concertar con ellos el pago. Paso siguiente, formular el proyecto con el respectivo presupuesto y después estimar lo que llamaban el “derrame de valorización”, que era la distribución del costo entre los diferentes segmentos de la zona de influencia. Sólo era permitido cobrar la contribución a los propietarios hasta el 130 % del costo directo de la obra y a cambio, como contrapartida por el pago, el gobierno le entregaba un certificado donde constaba que el predio había sido beneficiado con un incremento en el avalúo gracias a la obra realizada. Medellín fue pionero de este sistema y en Popayán lo vimos hacer en época de la alcaldía de Benjamín Collazos.
Pero ahora, después de 1991, cuando se implantó el Estado postmoderno con su filosofía y procedimientos neoliberales, la regla es que casi todas las obras públicas se financian mediante tasas y tarifas que pagan directamente los usuarios, como ocurre con los peajes, por lo cual la valorización no es la excepción sino parte de la regla. Lo corriente es que la sociedad sufrague los bienes públicos directamente, así haya pagado los impuestos que deben ser para financiar lo público, pero que en este tipo de Estado, se destinan para el pago del servicio de la deuda, por lo cual nunca hay recursos para lo que la comunidad requiere. Igualmente, no es una contribución a cambio de un certificado sino una imposición que a raja tabla establece el Concejo. Ya no hay estudio socioeconómico, no hay cálculo del beneficio, no hay zona de influencia ni tampoco se cobra máximo el 130 % del costo de la obra. Hoy, en concordancia con las reglas que rigen el Estado actual, la ciudadanía debe pagar no solo los costos de las obras, sino también las coimas “de ley” que van anexas a todo contrato y con ello vemos la desfiguración de un sistema que tuvo mucho sentido por la justeza de su aplicación pero que hoy ya no opera como una contribución equitativa, sino como un impuesto sin contrapartida que los alcaldes imponen de manera caprichosa, sin que exista la justificación en términos del desarrollo territorial necesario para lograr los objetivos del ordenamiento territorial, tal como reza la filosofía que conlleva el mecanismo de valorización.
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